Fotos de Julián Varsavsky
Son apenas un centenar de kilómetros desde casa. Pero el delicioso nivel de aislamiento que genera el frondoso verde de las casas de campo alrededor de Mercedes se contradice un poco con la cercanía a la gran ciudad. Al mismo tiempo, en Mercedes se respira un ambiente a pueblo encerrado en sí mismo, con pulperías centenarias detenidas en el tiempo: no en el sentido de un museo que resguarda reliquias, sino como recintos llenos de vida, con un intercambio social continuo desde antaño, donde la charla pueblerina es una especie de don hereditario.
Un camino de tierra consolidada que sale de la RN5 lleva a la casa de campo El Tizón. De la autopista pasamos sin transición a un camino vecinal encerrado entre dos paredes de árboles, donde no nos cruzamos con nadie en los dos kilómetros de trayecto. A los costados –entre las hendijas de la muralla vegetal– no se ve otra cosa que plantaciones hasta el final del horizonte. En los alambrados esperan aguiluchos y una lechuza solitaria que levanta vuelo.
DETRÁS DE LA TRANQUERA Luego de doblar a la derecha cruzamos la vía del tren que va al cercano pueblito de Gowland, para atravesar finalmente la tranquera de El Tizón. Allí nos recibe en su casa la familia a pleno: Pepe Milesi y Silvina Picchioni, con su pequeño hijo y el perro Azúcar.
En el borde de la piscina, junto al molino que proporciona agua, una pareja de jóvenes huéspedes toma mate con su perro al lado. Y por el tronco de un nogal criollo dos ardillas trepan a toda velocidad.
Nos instalamos en una espaciosa habitación con techos altos, camas de dos metros por dos y grandes ventanas con intensos verdes detrás. Pepe se va a preparar el asado y su hijo a encestar una pelota de básquet. En El Tizón uno se siente como de visita en la quinta de unos amigos. Pepe está feliz de recibir su diario de cabecera, y cuando desde otras mesas lo invitan a sentarse también lo hace gustoso, habiendo terminado su trabajo de asador. En la división de tareas de la casa Silvina sirve lo cocinado por Pepe y finalmente los dos se sientan a comer: los platos quedan para después. Nosotros almorzamos en el quincho cerrado, pero hay quien elige hacerlo en solitario en una mesa bajo la galería de estilo colonial, o a la sombra de un árbol.
El Tizón tiene seis habitaciones semiocultas en un denso bosque de cuatro hectáreas con tres ombúes –uno de tres siglos–, eucaliptos también centenarios, cipreses y acacias blancas.
Después del almuerzo llega un momento cumbre: una siesta larga con las ventanas abiertas, respirando un profundo aroma a verde. Cuando el sol y la comida empiezan a bajar llega el momento de seguir reposando, ahora en la pileta.
VIEJAS PULPERíAS Al atardecer vamos a recorrer las pulperías de Mercedes. Recorremos unos kilómetros por caminos de tierra entre alambrados hasta el Trompezón, casi en pleno campo, “calle 30 al fondo”. Centenaria, sencilla y auténtica, la pulpería carece de sobrecarga decorativa. La mitad de sus paredes están escritas por centenares de visitantes –en su mayoría jóvenes del pueblo– y la otra mitad, detrás del mostrador de pinotea, está cubierta hasta el techo por antiguas estanterías. El Trompezón fue un almacén de ramos generales ahora convertido en bar, al que asistían los tamberos luego de entregar la leche con sus carros a los camiones en la ruta. Ahora tiene un metegol y televisión con pantalla plana para ver fútbol. Las bebidas que más salen son vino con soda de sifón, grapa, ginebra y vermut. Se sirven picadas y empanadas y abre de viernes a domingo de 15 a 22.
También en las afueras de la ciudad, y sobre una calle de tierra, funciona desde 1830 una pulpería que se dice sería la única en la Argentina de aquella época. La Pulpería de Cacho di Catarina perdura con su aspecto original casi intacto. En 1910 la adquirió Salvador Pérez Méndez, abuelo de Cacho di Catarina, su dueño hasta 2009, cuando falleció (ahora está en manos de su hermana Aída).
Tanto Cacho como su madre nacieron en la pulpería, que al igual que otras tradicionales está dividida en dos partes: la morada del pulpero y la pulpería en sí misma. Alguna vez estuvo en medio del campo, junto al río Luján, pero con el crecimiento de Mercedes está ahora en las afueras, por donde pasa gente a caballo vistiendo bombacha de campo, boina y alpargatas.
Al llegar por el polvoriento camino sobresale un palo de cinco metros clavado en la tierra con una bandera argentina. El edificio mantiene sus ladrillos a la vista originales, asentados en adobe, y un techo de tirantería de madera.
Poner un pie sobre el piso de ladrillos de La Pulpería es como entrar a un cuadro de Molina Campos. Detrás de un largo mostrador se levantan los estantes con los productos en venta. Un sector de ese gran mueble no ha sido tocado –ni limpiado– desde hace quizá 100 años. Casi no se ve lo que hay allí, porque la sucesión de capas de telaraña con el polvo centenario ha desdibujado las etiquetas. Pero se vislumbran botellas de caña Montefiori y una de grapa Lagoriu.
Las mesas son de antigua madera de roble rústico con sillas y banquitos “pata abierta”. Afuera hay una galería con piso de tierra y mesas junto a los palenques, donde aún algunos clientes atan su caballo. La Pulpería abre sábados y domingos de 11 a 20, y hay guitarreros de 14 a 16. El menú incluye asado los domingos ($ 120 por persona) y picadas de queso, salame y bondiola con galleta de campo ($ 120 para cuatro personas).
La Vieja Esquina –en el cruce de 25 y 28– nació en 1890 como almacén de ramos generales y despacho de bebidas, frente a los tribunales de Mercedes. Hasta hace unas décadas el mostrador tenía un mármol donde se iba anotando la cuenta de cada uno con tiza, que a la hora de borrar el encargado escupía antes de pasar un trapo. El mostrador forma un zigzag y en su lado derecho se paraban los jueces y abogados de los tribunales, que eran la “clase alta”. En el medio se ubicaba, lógicamente, la clase media. Y en la parte izquierda de estaño estaban los peones, barrenderos y albañiles. Se cuenta que en esa barra se habrían definido innumerables juicios.
En una mesa Juan Antonio Minetto, de 86 años, conversa con su hijo y cuenta que “este bar es como el living de mi casa”. El hombre viene aquí desde hace 68 años y es el “prócer” de La Vieja Esquina. Asiste de lunes a lunes desde hace décadas, y cuando los mozos lo ven bajarse del auto en que lo trae su esposa le preparan su Cinzano con fernet y soda, puesto en la mesa incluso antes de que se siente.
“Antes éramos veinte amigos que nos juntábamos todos los días en esta mesa, pero ya vamos quedando pocos. Igual se van sumando jóvenes que andan por los sesenta y pico. Los códigos dicen que no se habla de política, fútbol ni religión, así que los temas son en torno del chusmerío de la ciudad”, cuenta Minetto, sentado en su banquito contra la pared. Y esto es parte del código, ya que así se puede apoyar la espalda con comodidad. Entonces, cuando llega el mayor, el que ocupa ese lugar lo libera sin que nadie le diga nada.
NOCHES DE CAMPO Regresamos bien entonados para disfrutar de otro momento cumbre en El Tizón: la noche. Las horas de oscuridad en el campo no son puro silencio. Durante el día se oye el parloteo de las cotorras que anidan en los eucaliptos, el grito vigilante del tero, la aguda vibración de las chicharras y el canto de las calandrias insolentes, que en un descuido picotean nuestro plato sobre la mesa en la galería. En la noche hay momentos de absoluto silencio que subrayan los sonidos que lo interrumpen. Puede ser el relincho lejano de un caballo, el “buuu” de los búhos, el croar incansable de las ranas, el canto de un grillo o el chistido inquietante de las lechuzas. “Una noche –cuenta Pepe– una señora no pudo pegar un ojo y por la mañana me planteó su problema: pensó que esos chistidos eran de un grupo de ladrones que se comunicaban así.” Pero en las noches de campo todo es sosiego y serenidad.
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