+ –Es así –me dice de espaldas, con la cabeza metida en la pileta de la cocina, mientras termina de enjuagarse el pelo–, ni te das cuenta de que el tiempo pasa.
Se hace un turbante con la toalla, se da vuelta, toma el mate de arriba de la mesada y chupa de la bombilla hasta que el ruido le avisa que debe volver a cebar. Ceba otro, me lo da y soy cuidadoso de no tocarle la mano, de no romper el hechizo sin el cual, tal vez, no habría llegado nunca hasta su casa.
–Qué vergüenza, agarrarme justo cuando me lavaba el pelo –me dice–. Con la que me veo a veces es con la santiagueña. ¿Te acordás de la santiagueña? Andaba con el Turco. ¿Qué se habrá hecho del Turco?
Se sienta. Supongo que mientras habla de cosas sin importancia trata de encontrar al pibe que debo haber sido hace más de quince años. Seguro piensa que algo debe quedar: una señal, un resto de luz oculto en alguna parte. O puede simplemente que esté tratando de acomodarse, de amortiguar el impacto de mi visita. Yo estoy sentado y sigo sin saber cómo llegué hasta acá. Cómo fue que esta tarde me subí al tren, recorrí las cuadras desde la estación hasta su casa con un paquete de facturas, golpeé la puerta –después de tantos años– y le dije que venía a tomar unos mates.
Tiene un vestido floreado y suelto, humedecido en el escote, con botones en el frente y completamente abrochado. Está nerviosa. Sentada en la otra punta de la mesa no ha parado un instante de hablar, y ahora se inclina hacia adelante y busca una factura en el paquete abierto. Puedo ver la forma de sus pechos porque la luz que entra por la ventana le vuelve trasparente el vestido. Pienso que pudo haber sido mi madre, que en una época deseé que fuera mi madre y hasta se lo dije.
–Madre Teresa –digo. Pero ella no escucha, o hace que no escucha.
–Mirá que seguís siendo loco, eh –dice.
Después me pregunta qué bicho me picó, por dónde anduve. Querrá saber qué fue de la vida de un chico de catorce años que pensaba que una puta era una especie de diosa del Olimpo.
–El tiempo vuela –dice–. Querías ser músico y doctor. No tenés cara de ninguna de las dos cosas. Querías ser chulo también. Cómo me hacías reír, ¿te acordás? Tenías cada salida.
–Me casé. Me separé –digo–. Tengo un hijo que se llama Alejandro.
Ahora me pasa la pava para que yo cebe. Vuelco un poco de yerba sobre un costado del papel de las facturas y acomodo la bombilla. En silencio, la miro frotarse la cabeza con la toalla. Sacudir el pelo rubio para los dos lados, peinarse con la mano abriendo los dedos para formar una peineta. Teresa hace estas cosas con una energía desmedida, como si los movimientos bruscos la ayudaran a pensar mejor, a concebir la pregunta que contenga todos los interrogantes que le deben estar pasando por la mente. Se detiene. Suspira con un dejo de cansancio y se para.
–Estarás necesitando mujer –dice. Yo pienso que debería irme. No sé a qué vine pero seguro que no a humillarme, ni a humillarla a ella. De golpe me siento asustado, me siento triste.
–Me voy al sur; a laburarla de verdad, sabés –digo.
Teresa recorta el pedazo de papel donde el poquito de yerba húmeda hizo una aureola verde, envuelve la yerba, va hasta el cesto de basura que está cerca de la pileta y la tira. No sé si me cree. Tal vez sé que no me cree.
–Contame algo del pibe, che. ¿Alejandro dijiste que se llama? Contame, ¿se parece a vos?
–Es igual a la madre –digo, y el silencio de ella debe tener que ver con el tono suave de mi voz, con las palabras comunes y corrientes que acabo de pronunciar. Tal vez ya se dio cuenta de que siento desprecio por mí, por mi manera mezquina de pensar, de relacionarme con el mundo; porque soy incapaz de confiar, de no sentir que el otro oculta siempre intenciones secretas que no se atreve a sacar a la luz.
–Vos eras hermoso, sabés –dice Teresa–, me refiero a lo que eras, a la persona que eras, a las cosas que decías.
Se acerca por detrás, me rodea el cuello con los brazos y me pasa las manos por el pecho. Se apoya contra mi espalda, me tira el cuerpo encima. Me quedo sentado. La siento alejarse y giro sobre la silla. Está desabrochándose el vestido. No rápidamente, tampoco con una lentitud que deje espacio a alguna duda. Está por desprender el último botón y yo temo que ese solo acto logre entristecer el mundo para siempre. No digo nada y ella debe interpretar mal ese silencio. Se lleva las manos a la cintura y, abriéndose el vestido, me deja ver sus pechos desnudos, una bombacha ajustada y negra, sus piernas todavía hermosas. Ahí está Teresa y ahí se queda ahora, parada cerca de mí, ofreciéndose, un fantasma en la penumbra.
–Teresa –digo.
No quiero mirar su cuerpo y busco sus ojos cuando el sol, desde atrás del paredón del baldío de enfrente, colorea la cocina de un naranja irreal, ilumina su pelo húmedo que huele a champú de manzanas, su cara de polaca, de judía, una mueca feroz bajo los delicados rasgos de su nariz. Yo sigo inmóvil, con los brazos caídos a los costados. Ella desvía definitivamente la mirada.
–¿Te acordás del disco que me regalaste? –se ha dado vuelta; se está cerrando el vestido–. ¿Te acordás o no? –dice de espaldas–. Todavía lo tengo, en un sobre. Fue cuando empezaste con el inglés. Estabas meta traducir canciones. A veces quiero acordarme. Es como tener una espina, esto de no poder acordarse.
Se mete en la pieza y –lo sé– está juntando fuerzas para poder mirarme a la cara cuando vuelva. No puedo dejar de reconocer su oficio en eso. Ahora sale, con un sobre, con el disco simple adentro, la mirada clavada en el aire.
–Hablaba de alguien que lloraba por una tontería –dice–, me acuerdo de eso: un tipo que lloraba por una gran tontería.
–Porque el cielo es azul me hace llorar –digo.
–Eso, sí, ¿qué alivio es acordarse, no? Porque el cielo es azul, me hace llorar –dice Teresa–. Qué tipo más raro. Qué tontería más grande.
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