Mi abuelo era peronista. Lo son sus hijos. Lo son casi todos sus nietos. Rafael Morante murió cuando yo tenía cinco años. Y él ochenta y tantos. “Venga mi negrita, deme un beso”, me pedía. Ante el asombro de todos. No era un hombre al que le gustara expresar afecto. Parco. De pocas palabras. De él recibí su ternura por ser la nieta más chiquita. Y el dolor de mi madre, por haber sido una niña pobre, con un padre que vivía de changas. Tal vez por eso, ella decidió casarse con alguien mucho más activo, inquieto y capitalista. Mi papá. De Rafael mamá heredó la paciencia, el andar sin apuros ni relojes. La capacidad de observar y entender en silencio.

El resto de mi familia materna recibió de mi abuelo como principal legado, su compromiso político. En honor a él mi tía Marta dedicó su vida a la militancia. Desde conseguir medicamentos, espacios de trabajo, camas ortopédicas… su vida es un listado infinito de peticiones ajenas a las que dio curso cada vez que pudo, en distintos despachos y oficinas con absoluta entrega. Su hermana, mi tía Mary, trabajó muchos años en el Ministerio de Desarrollo Social de la provincia. Conoce comedores y merenderos por nombre, por barrio, por angustias, por crisis. Conoce más penas que alegrías. Ama a la gente y cobija todo el dolor que encuentra en su barrio y en otros. Apuesta al abrazo colectivo. Así ha decidido transitar por este mundo.

Yo nunca milité. En casa no hablábamos de política. Pero si uno estudia periodismo para entender qué pasa y luego explicarlo, lo primero que salta a la vista es la desigualdad social. Brutal. Injusta. Es más, cuando vine a Rosario y me inscribí en la facultad, vi a compañeros y compañeras de escuela mucho más capaces que yo quedarse en nuestro pueblo porque no les era posible costearse los estudios. No podría pasarme desapercibida nunca esa realidad. No es un detalle, es la forma en que se consolida una sociedad excluyente. Y hay que ser muy ciego para no verlo.

Dicho esto, está claro de qué lado me acuesto. Aún sin identificarme con un partido, o una ideología, cada vez que pude visibilizarlo lo hice.

¿Por qué escribo esto? Porque hace meses se distaciaron de mí al unísono, como una sinfonía del silencio, mis viejos, mi hermano, mis mejores amig@s. No importa el detalle de esa distancia. Lo cierto es que decidida como estaba a pasar mi vida sola como un potus, empezó a sonar el teléfono. Todos los días. Y empezaron a lloverme invitaciones. Todas las semanas.

Mi familia peronista me abrazó de un modo, que no tengo palabras para agradecerles. Mi prima Naty, mis tías… Creen o saben que donde caben cuatro platos, caben cinco, seis, once. Gente sencilla, hermosa. Con recursos económicos limitados (como todos) y corazones infinitos. Hondos. Son de pocas palabras y muchos abrazos.

Yo digo que son así porque son peronistas. Y alguno le molestará. Que gente buena hay en todos lados, es cierto. Pero la forma en que corren para ayudarse entre ellos, la convicción de que hay que abrazar al otro como se pueda, y ser pueblo y sentir el dolor del pueblo siempre, es muy peronista. Creo ver a mi abuelo Rafael en ellos. Y les abrazo.

Seguiré sin afiliarme a ningún partido. Pero entendiendo en carne propia que hay formas y formas de pasar por este mundo. Que las ideologías incluyen o excluyen. Y que el legado de un hombre analfabeto puede ser poderosísimo, y seguir latiendo en las venas de los suyos para siempre.