Los festejos del carnaval en nuestro país se realizan desde la época de la colonia. Esta tradición fue tomando diferentes formas dependiendo del lugar. En el Río de la Plata la influencia afrodiaspórica marcó a fuego la celebración, dándole la forma particular de toque y baile callejero como la conocemos hoy. Sin embargo, el camino del carnaval porteño estuvo lleno de vicisitudes para los afroargentinos. Tras la época colonial y la innumerable cantidad de veces que se trató de prohibir, los gobiernos criollos postindependencia tampoco lidiaron de forma armónica con los festejos.
En sus primeros años de gestión, Rosas promovió el carnaval. Esto generó que miles de afroargentinos coparan las calles con los festejos cada febrero, pero siguió siendo una actividad considerada peligrosa. En 1844, alegando razones de seguridad, tomó la determinación de prohibirla. El carnaval recién se retomó en la década siguiente; no obstante, en esta etapa se señaló a sus protagonistas como parte de la barbarie nacional que había que erradicar. El desprecio hacia los afroargentinos se expresó en las comparsas de blancos burlándose de los negros. La intención no era ir sobre el carnaval, que al decir de Juan Bautista Alberdi, era aconsejable para “las personas racionales y de buen gusto”, sino correr del centro de la escena a los verdaderos protagonistas.
El racismo mete la cola
Entonces surgieron las comparsas de blancos disfrazados de negros. Uno de sus impulsores fue Sarmiento, que los había visto en Estados Unidos en sus años de embajador. Para promocionar esta práctica invitó a un grupo llamado Christy’s Minstrels que se presentó en Buenos Aires por primera vez en 1869, apenas unos meses después que este asumiera como presidente. Así logró una notable influencia en grupos de comparsas locales que comenzaron a realizar este acto racista de forma sistemática.
Esta práctica de blancos que se disfrazan de negros se conoció luego como blackface; se aplicó en nuestro carnaval buscando por un lado ridiculizar a la población afroargentina y por otro desplazarlos del centro de la escena pública durante el mes de febrero. El acto de pintarse la cara se volvió una práctica tan común que trascendió los carnavales y se cultivó también en otras formas del arte como el teatro o el cine. Un ejemplo histórico sobre esta práctica en el cine nacional es “Amalia”, el primer largometraje del cine argentino.
El carnaval contemporáneo
Las constantes prohibiciones de celebración pública, bajo la excusa de cuidar la moral y las buenas costumbres, fueron cambiando las formas de celebración a finales del siglo XIX y comienzos del XX. En este período los carnavales fueron incorporando paulatinamente la murga al tradicional candombe. Los instrumentos de percusión siguieron siendo los predominantes pero fueron cambiando ciertas cuestiones relativas al baile y la vestimenta. Como práctica popular, resistió embates de todo tipo, incluso prohibiciones como en la última dictadura militar, o la imposición de contravenciones para restringir el espacio público. No obstante, siguió vivo gracias al impulso de familias enteras que veían en el carnaval un espacio de resistencia identitaria.
Finalmente, y por el empuje notable de la propia comunidad, en el año 2010 se restituyeron oficialmente los días feriados de carnaval y fueron oficializados algunos festejos en varias provincias del país. En todas se preparan murgas y comparsas oficiales y también se organizan una infinidad de festejos populares más pequeños construidos a pulmón. Hoy contamos con muchísimas comparsas a lo largo del territorio nacional. Varias de ellas reivindican su matriz afrodescendiente y llevan con orgullo la tradición del carnaval negro. Por si acaso, ya lo dijo Charly: "La alegría no es solo brasilera (no, mi amor)".