“Aún no han alcanzado a comprender que la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las artes vulgares y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad”. Paul Lafargue escribió El Derecho a la Pereza en 1880. Pasaron 150 años y sus palabras parecen estar más vigentes que nunca. Describen el nuevo clima de época.

La discusión sobre qué harán los seres humanos con su tiempo durante las próximas décadas y cómo logrará organizarse una sociedad en la que el salario pierde su rol de columna vertebral parece cada vez más urgente. Sin hacer futurología ni intentar adivinar el rumbo de los próximos años, el avance de la inteligencia artificial marca un antes y un después.

La carrera entre las grandes corporaciones tecnológicas por crear maquinas que superen las capacidades de los seres humanos en cada vez más tareas está completamente desatada. Posiblemente en los próximos años logren adelantarse en casi todas las actividades que hacen al día a día del trabajo.

Cinco años atrás pensar en un chat que pudiera responder por escrito como una persona era una fantasía. La semana pasada la startup OpenAI creadora de chatGPT puso sobre la mesa que eso es sólo la punta del iceberg. Sus últimos modelos de inteligencia artificial generativa comienzan a interactuar por voz e imágenes de una forma impactante.

El último producto del chatGPT puede realizar una llamada telefónica con una voz que imita a la humana y dar respuestas a infinitas consultas en menos de la tercera parte de un segundo, es decir a una velocidad parecida a la que lo hacen las personas. Una novedad, una oportunidad y un problema.

Como dice el historiador Yuval Harari, buena parte de las tareas del mundo del trabajo no necesitan de la conciencia sino que alcanza con la inteligencia. Puesto en otras palabras: a nadie le preocupa que un asistente de call center pueda responder preguntas sobre el desconocimiento de un pago con tarjeta de crédito mientras escucha de fondo un tango que lo emociona.

Simplemente resulta suficiente recibir del otro lado del teléfono una respuesta clara que explique que se dará una bonificación por el error, en un plazo de tiempo razonable y en la cuenta bancaria en la que el cliente acostumbra a operar. Una respuesta que los nuevos modelos de inteligencia artificial están al filo de poder entregar como si fueran personas. Para hacerlo no necesitan tener emociones ni la ambigüedad propia de los seres humanos.

Otra forma sencilla de pensar esta diferencia entre inteligencia y conciencia es con la del conductor de un taxi. Ningún pasajero piensa en la necesidad de un chofer que pueda conducir de Buenos Aires a Mar del Plata por la noche contemplando las estrellas. Lo único que le importa es que el auto lo lleve del punto a al punto b en forma rápida y segura. Es decir, una tarea que la máquina puede hacer con prudencia y certeza.

Las áreas en las que empieza a entrometerse la inteligencia artificial generativa no conocen de fronteras. Por ejemplo, sorprenden algunas de las nuevas plataformas que permiten realizar música (instrumental o con letras) a partir de simples pedidos de chat. El lector interesado puede probarlo gratis ingresando a páginas como suno.com. Con seguridad le resultará fascinante.

La velocidad a la que avanzan los nuevos modelos de inteligencia artificial es vertiginosa y no pasa desapercibida para la burocracia internacional. Organismos como el Fondo Monetario estiman que en los próximos dos años el 60 por ciento de los trabajadores de los países avanzados recibirán el impacto de estas nuevas tecnologías. Directamente hablan de un tsunami que golpea a la fuerza de trabajo y se lleva por delante todo a su paso.

En el mundo sopla un nuevo aire y suponer que los próximos 10, 20 o 30 años serán iguales que hasta ahora es un error garrafal. Una de las principales disputas será si las sociedades seguirán siendo especialistas en producir a mansalva y distribuir de forma desastrosa. O si las palabras de Paul Lafargue de inicio de esta nota tienen una oportunidad de hacerse realidad.

El Derecho a la Pereza termina con una frase que permite cerrar los ojos e intentar proyectar un mundo nuevo. “El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. El filósofo griego decía que si todo instrumento pudiera ejecutar por sí solo su propia función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, ni el maestro tendría necesidad de ayudantes ni el patrono, de esclavos”.