El último dictador argentino, Reynaldo Benito Bignone, murió ayer a sus 90 años y con diez condenas por delitos de lesa humanidad en el haber. El militar que confesó que la tortura fue aprobada por la Iglesia Católica y que antes de colocarle la banda presidencial a Raúl Alfonsín ordenó destruir los documentos elaborados por la burocracia del Estado terrorista murió en el Hospital Militar sin aportar un solo dato sobre el destino de sus víctimas, pero no pudo evitar una catarata de sentencias por su responsabilidad en secuestros, torturas y asesinatos, su participación en el Plan Cóndor y en el plan sistemático de apropiación de bebés. “La muerte se quedó sin su último jefe”, resumió la organización Hijos Capital. “Su familia sabe la hora, los motivos y el lugar de su muerte. También podrá decidir dónde despedirlo. Las miles de familias de las víctimas de Bignone, no”, destacó.
Bignone fue el cuarto y último dictador de la zaga iniciada por Jorge Videla en 1976. Asumió el 10 de julio de 1982, días después del fin de la guerra de Malvinas, en reemplazo del ideólogo de esa aventura, Leopoldo Galtieri. En 1983 le tocó llamar a elecciones cuando la derrota en el Atlántico Sur, sumada a la debacle económica y la creciente resistencia popular, pusieron en jaque al gobierno militar. Antes de entregarle los atributos presidenciales a Alfonsín, se esmeró en garantizar la impunidad propia y ajena mediante un decreto que ordenó destruir los archivos de la represión ilegal y otro decreto de “amnistía” y “pacificación nacional”.
El ex dictador fue jefe de Estado Mayor del Ejército y desde 1977 comandante de Institutos Militares, del que dependían los cuatro centros clandestinos que funcionaron en Campo de Mayo, que el gobierno de Mauricio Macri pretende convertir en parque nacional. Tras la llegada de la democracia, pudo evitar su condena en el juicio a los ex comandantes gracias a la exclusión en ese proceso de la cuarta junta militar, que compartió con Rubén Franco y Augusto Hughes.
Cuando aún reinaba la impunidad, entrevistado por la periodista Marie Monique-Robin, admitió 8 mil desapariciones aunque asignó 1500 al gobierno previo al golpe. Explicó que los instructores franceses enseñaron a los militares argentinos el método del secuestro, la tortura y la ejecución clandestina y aseguró que el Episcopado aprobó esa práctica. Tampoco se privó de arengar a los apologistas de la dictadura. En 2006 le envió una carta a una agrupación llamada “Argentinos por la Memoria Completa”, en la que elogió a sus integrantes como “modernos Quijotes”, los convocó a “arremeter” contra quienes “cargados de odio deformaron la moderna historia argentina” y les dejó un encargo macabro: “Terminen lo que nosotros no pudimos terminar”.
Recién en abril de 2010, con 82 años, pasó su primera noche en una cárcel, cuando el Tribunal Oral Federal 1 de San Martín lo condenó a un cuarto de siglo de prisión por medio centenar de secuestros y torturas cometidos por sus subordinados de Campo de Mayo cuando era jefe del Estado Mayor del Comando de Institutos Militares. “Nos vemos obligados a soportar las fotos de las supuestas víctimas”, provocó a los familiares de los desaparecidos al hacer uso de sus últimas palabras. “Ante la agresión terrorista, la Nación empeñó a sus fuerzas armadas para aniquilar al terrorismo subversivo”, dijo. Luego cuestionó la cifra de treinta mil víctimas, negó el plan sistemático de apropiación de bebés y agregó que la figura del desaparecido tiene “otra significación en la guerra irregular”.
En 2011 recibió su primera condena a prisión perpetua por los secuestros, tormentos y asesinatos de Gastón Gonçalves y Diego Muniz Barreto; la tentativa de homicidio de Juan Fernández, las desapariciones de Carlos Souto y Luis y Guillermo D’Amico y la detención ilegal de Osvaldo Arriosti. El mismo año recibió otra condena por la privación ilegal de la libertad de quince trabajadores del Hospital Posadas, donde funcionó el centro clandestino conocido como El Chalet. El 28 de marzo de 1976 el policlínico Posadas, en Haedo, fue ocupado por una patota al mando del general Bignone, delegado de la junta militar en el área de Bienestar Social.
En 2012, en el banquillo de los acusados junto con Videla, Santiago Riveros y Jorge “el Tigre” Acosta, entre otros, fue condenado por 35 apropiaciones y sustracciones de identidad de niños nacidos en cautiverio, los cuales fueron apropiados o dados en adopción luego de ser secuestrados con sus padres. En 2013 recibió la segunda perpetua por crímenes contra 23 víctimas, entre ellas siete mujeres embarazadas que dieron a luz en maternidades clandestinas. También por el allanamiento ilegal, robo agravado, privación ilegal de la libertad, tormentos y por los homicidios de Kitty Villagra y Domingo García, el esposo de Beatriz Recchia.
En 2013, otra vez junto a Riveros, fue condenado por el secuestro y la desaparición del militante montonero Roberto Quieto, además de las apropiaciones ilegales de Martín Amarilla Molfino y Gabriel Matías Cevasco, nietos recuperados por Abuelas de Plaza de Mayo. Quieto fue secuestrado por una patota militar en la tarde del 28 de diciembre de 1975 en una playa de Martínez, al norte del Gran Buenos Aires, y fue visto en el centro clandestino El Campito, en Campo de Mayo. En 2014 el tribunal de San Martín volvió a condenarlos por los delitos contra 33 trabajadores de la Zona Norte del conurbano, en su mayoría navales y ceramistas que actuaban como delegados de base o activistas sindicales. El mismo año el TOF 6 porteño lo condenó por el robo de bebés nacidos en el Hospital Militar de Campo de Mayo y el secuestro y las torturas de sus madres.
En 2016 fue el turno de la condena por el Plan Cóndor, la coordinación de las dictaduras del Cono Sur. Bignone fue “penalmente responsable de integrar una asociación ilícita en el marco del denominado Plan Cóndor”, concluyó el TOF 1. En 2017 recibió la última condena a perpetua en el marco del juicio por secuestros de seis conscriptos del Colegio Militar, que dirigió entre agosto de 1976 y febrero de 1977, de los cuales tres permanecen desaparecidos.