Tan enigmáticas somos, tan territorios íntimos y remotos, que así como hemos bajado la cabeza y dicho que sí y hemos olvidado ofensas para no contrariar al que nos había ofendido, así como hemos postergado nuestras amplitudes, también resultó que un día, uno más en muchos días extraordinarios de la historia humana, decidimos detener el mundo. Vaya propósito para estas criaturas quebradizas y anímicamente tuberculosas como esa dama que siempre se ahogaba en su camelia; vaya desquicio inesperado que comenzó a ocurrir hoy. No comenzó a ocurrir hoy, viene iniciándose desde hace siglos y seguirá. Las mujeres ya hemos soltado amarras porque hemos visto lo que siempre nos mantuvo quietas y muy cerca del muelle. Hemos visto que todo lo que durante siglos se nos ha dicho de nosotras (y tantas, tantas veces hemos creído como si ese dictado hubiese sido nuestra propia percepción), no era más que un hechizo mítico que comenzó en cada cultura y en cada continente a su modo, y en el nuestro, cuando en el relato original se nos hizo venir al mundo gracias a un pedazo de un varón.
Porque antes del falo fue la costilla. Las mujeres aparecimos cuando el hombre, que llegó antes al mundo, dice el relato, se sintió solo, y de una de sus costillas germinó una mujer. La primera reproducción humana de nuestra especie fue esa reproducción invertida, que sirvió luego para explicar míticamente la dominación. El patriarcado, que es el sistema, la perspectiva, la norma, la autoridad, la forma de explotación y discriminación inaugural de la humanidad, nos concibe inferiores y aunque las cosas hayan cambiado tanto, hay muchos planos paralelos en los que no han cambiado casi nada. Fuimos tributos entre reinos que se unían gracias al matrimonio, botines, herramientas y patos de la boda necesaria que decidiera el padre, el clan, el consejo de la tribu, la familia en cuyo centro estaba él. Fuimos las damas, las putas, las fregonas, las bailarinas virtuosas y las inhábiles, fuimos las que tallamos en las sombras las esculturas que firmaba un hombre, y también las que se metieron a monjas para no soportar toda una vida de obediencia al varón que nos tocara.
Fuimos las chinas que no podían hablar y que inventaron un alfabeto delirante esmaltado en los ángulos de sus abanicos. Fuimos las niñas africanas que sintieron la cuchilla entre sus piernas. Fuimos las Marilyn que le cantaron alguna vez el feliz cumpleaños al poder, y las que un día, aunque envidiadas por otras, descubrimos que estábamos completamente solas. Fuimos las que bailaron solas y se pusieron un pañuelo en la cabeza porque no se podía reclamar, pero sí dar vueltas y más vueltas a la pirámide mientras hombres armados gritaban “¡Circular!”. Circulamos. Y así como estamos seguras de que ninguna de nosotras ha olvidado jamás el aborto que se hizo, porque en cualquier biografía de mujer ese trance queda grabado como herida o una cicatriz, hace décadas reclamamos que todas tengamos las mismas posibilidades de abortar y no morir. Pero también somos las que no creemos que la maternidad sea nuestro destino obligado ni un síntoma psíquico repartido equitativamente en el género, las que vemos en las madres y en las abuelas el clímax del amor materno, el desaforado, el incontrolable amor materno, que baña hasta a los asesinos de los hijos, contra los que nunca se pidió más que justicia. Somos ésas aunque ellas empiecen a faltar. Esas nos parieron donándonos parte de la identidad femenina que es feminista porque una y otra cosa son mamushkas, no contrincantes.
“No soy feminista, soy femenina” es probablemente la frase que mejor sintetiza cómo las mujeres hemos mirado el patriarcado durante siglos con ojos ajenos, con los ojos del amo. Como si hubiera que renunciar a alguna parte que reconozcamos propia para admitir que somos además de otra manera. Somos de muchas maneras, pero hoy, en este mundo y como están las cosas, somos sobre todo las que advierten que algo hay que hacer. Que hay parar esta loca idea de supremacía que ahora ya nos da por sentadas pero no nos tiene por víctimas selectivas. La supremacía masculina ha derivado en una reacción conservadora que se especifica en la supremacía del hombre blanco. El que compra, tira o bendice las bombas que matarán a niños de pieles más oscuras y que viven en lugares que no importan. Esto tiene que parar. El que descerraja un disparo para que el muerto o la muerta aprendan quién manda acá. No alcanza la política ni la sociología ni el psicoanálisis ni las videncias ni las gargantas más poderosas para pegar el grito pertinente. Ya no somos nosotras en nuestro cuarto propio, ni nosotras detrás de la ventana. Somos las que salimos a defender el planeta, la mano que acaricia a la tierra que están envenenando. Ninguna de las pestes que cada día provocan tempestades, matanzas, crímenes, corrupción, guerras, mentiras en los diarios, es ajena al patriarcado. La verdadera costilla del patriarcado es el dolor.
No hay ningún motivo para seguir creyéndonos chimpancés que dependen del alfa para su supervivencia. Y mientras tanto, ellos, que son o no son alfa, que son muchas veces machos humillados y deshechos por otros machos más poderosos que ellos, proveedores con alacenas vacías, se van dividiendo entre los que matan y los que comprenden. Todo gira. Giramos. Y girando es que intentaremos seguir parando el mundo. Mientras giremos el mundo notará que está quieto, como ha estado quieto desde hace siglos, quieto en el mismo movimiento, en la misma manera de entender la fuerza y la debilidad. Todo gira y el paro de mujeres, que aprendieron de sus madres y de sus abuelas muchas veces la audacia pero tantas otras la abnegación doliente, es una danza nueva.
El mundo no se lo esperaba. Y sucedió. Un día, las mujeres rasgamos el velo y vimos el ilusionismo por el que tantas y tantas fueron a la hoguera, a la cárcel o a la tumba. Y todos los platos revoleados por el aire porque la comida estaba fría, y todos los exhibicionismos que nos obligaron a ver penes desde que fuimos niñas, y todos los papeles secundarios de todas las películas y todas las historias fueron de pronto un gran escándalo retrospectivo por los abusos que estaban basados en una idea antojadiza: debíamos dejarnos someter. Giramos, aunque estemos quietas, porque paradas danzan en nosotras los millones de mujeres que no tuvieron la fabulosa chance de gritar juntas que no, y que basta.