No hay dudas de que el maridaje entre Foo Fighters y Queens of the Stone Age cristalizó dieciséis años atrás. Songs for the Deaf marcó no sólo el punto de inflexión más grande en la carrera de los liderados por Josh Homme –aun con Nick Olivieri a su lado–, también volvió a tener a Dave Grohl, ya asentado como voz líder y guitarrista en su por entonces nueva banda, detrás de una batería. Por eso, la mixtura de ambos grupos para tocar anoche en el estadio de Vélez no sonaba a casualidad sino a causalidad, para cerrar la gira que los hizo bajar juntos por Sudamérica. Así fue que, con armas muy diferentes, ambos grupos elogiaron el poder de la distorsión y los buenos estribillos, pensados y tocados por seres vivos.
El campo y las plateas altas se habían agotado con anticipación, con la tracción de Foo Fighters como anzuelo principal, al ser una de las pocas bandas de rock actual capaces de animarse a un gran estadio, más habiendo venido a la Argentina tan sólo tres años atrás. Así funcionó, con QotSA como lujosa entrada, en una tarde que se fue haciendo noche a medida que el quinteto de Palm Desert hipnotizaba a la creciente multitud a lo largo de casi hora y media de set.
La última vista del grupo que lidera Homme al país había sido en 2014 para la presentación del maravilloso ...Like Clockwork en el Luna Park. Ahora era momento de mostrar Villains, su séptimo álbum de estudio, una obra más bailable y menos solemne, que pareció resultar del momento de introspección por el que atravesó Homme tras el atentado en la sala Bataclan, en París, durante un show de Eagles of Death Metal, banda que él había cofundado. En cada entrega de estudio, QotSA se revalida como una banda única, y Homme como un peregrino que puede cambiar de grupo o de compañeros, pero siempre va a tener al rock como meta.
Villains presenta a una banda sonoramente peinada, afeitada y perfumada, que incita a bailar sin mayores cuestionamientos morales. ¿Qué pasaría en vivo? A las 7 y 25 de la tarde, Homme escupió sobre la palma de su mano izquierda antes de llevarla a los trastes, para iniciar una presentación envolvente, en un permanente crescendo, para el que no necesitó de ningún tipo de trucos ni golpe de efecto, sino simplemente música.
La elocuencia del cantante y guitarrista estaba afinada. No dijo tanto, pero cada palabra suya era comprobable sobre el tablado. “Ayer ya pasó, mañana no sabemos... sólo importa lo que pase hoy”, soltó con suficiencia, en alusión a una noche que lo tendría encantado e improvisando algo de castellano: “Mi corazón está en fuego (sic)”. El ahora quinteto destapó su stock más bailable, en sintonía con el último trabajo, pero no solamente a través suyo: también se valió de canciones anteriores, como “My God Is the Sun”, “Burn the Witch” o “In my Head”, estos últimos parte de Lullabies to Paralyze. El primer estreno vino de la mano de “Feet Don’t Fail Me”, más “The Way You Used to Do”.
La mano derecha del pelirrojo era el trazo del groove y su voz, una paleta de colores que puede llegar desde el funk de los ‘70 al dark de los ‘80. Así tocó uno de los puntos más altos, la gran “Make It Wit Chu”, ese rock-funkie ácido proveniente del enigmático Era Vulgaris, que obligó a todo el mundo a intentar imitar el falsete del estribillo. Pero para sostener esa máquina ha falta tener en la batería a esa máquina de ritmo llamada Jon Theodore –cada golpe es confianza pura–, y una banda por demás ajustada en ejecución y coros. El segmento final, dedicado exclusivamente a Songs for the Deaf –“You Think I Ain’t Worth a Dollar...”, “No One Knows”, “Go with the Flow”, “A Song for the Dead”– conectó con un pulso más salvaje, mientras Homme terminó de demostrar que se siente más allá del bien y del mal, y que eso lo fortalece.
La performance de Foo Fighters tuvo un talante completamente opuesto. Con su estilo de DJ pop entusiasta, Dave Grohl bien hace de ilusionista: tira las cartas sobre la mesa para juntarlas, sonreír y volverlas a tirar con un truco diferente que todos conocen pero nadie se resiste a disfrutar. Todo cada menos de cinco minutos, en un set de casi 3 horas. Ninguna canción permanece intacta, todo se puede estirar, rearmar... siempre se puede arengar un poco más. Claro que nada de eso sería posible sin una buena base, especialmente gracias al aporte del a esta altura imprescindible Taylor Hawkins, genial baterista que apuntala y complementa al cantante en su rol de alborotador y showman.
Es así que Grohl balancea su presentación entre grandes clásicos (“My Hero”, “Monkey Wrench”, “Best of You”), homenajes varios a sus maestros como Alice Cooper (“Under my Wheels”), Queen (“Under Pressure”, “Another One Bites the Dust”) y Van Halen (“Jump”, sobre la música de “Imagine”), y una permanente exhibición de su mejor alumno. “Lo amo tanto que podría vomitar”, bromeó, a propósito de Hawkins, al tiempo que el resto del grupo conservaba un perfil más bajo (aunque el histórico guitarrista Pat Smear se haya llevado buena cantidad de aplausos).
Su noveno disco de estudio, Concrete and Gold, estrenado el año pasado y producido por Greg Kurstin, trajo buenas noticias cuando, después de una entrada demoledora con “Run”, “All my Life”, “Learn to Fly” y “The Pretender”, proveyó la efectiva “The Sky Is a Neighborhood”. El pacto estaba sellado en base a épica y empatía para un Vélez casi repleto: “Saben que están locos, ¿verdad?”, fue el primer halago para un público que luego se animaría a disputarle a Grohl el protagonismo, cosa que el músico, por supuesto, no permitió. “Podríamos sentarnos nosotros a escucharlos cantar todas sus putas canciones –insistió el ex Nirvana–. Pero estamos contractualmente obligados a seguir”.
“This Is a Call” y “Everlong” cerraron un nuevo set arrollador de la banda de Seattle, que pareció reafirmar su romance con el público local. Y tanto Homme como el propio Grohl, ratificaron la máxima que los atrapa desde adolescentes: en la distorsión está la llave de su salvación.