Era un jugador de la reputa madre. No me olvidó nunca que yo estaba escuchando Argentinos Juniors-Vélez, un partido que no jugó Diego porque estaba suspendido, y Víctor Hugo Morales dijo que estaba presente el Maradona uruguayo”. En ese entonces Alberto Márcico todavía no era el Beto que conocería el fútbol argentino, era un pibe como tantos que soñaba con llegar a Primera División mientras escuchaba la radio. Esa noche, en la que el Fortín vapuleó 4-0 al Bicho en el desempate para ingresar a la semifinal del Metropolitano de 1979, no la olvidó más: quedó grabada en su memoria por la actuación del oriental con el que años más tarde compartiría la gloria en Ferro.
Julio César Jiménez nació el 27 de agosto de 1954 en Artigas. La tierra en la que también creció Rubén Paz fue su cuna con la pelota. No tenía lugar de mayor predilección que los potreros, de donde pasó al club Wanderers de esa ciudad. Tenía sólo 16 años cuando dejó su casa rumbo a Montevideo con el sueño de jugar en Peñarol. “Hacía tres meses que estaba en Montevideo y debuté en Primera. Nunca sentí presión, porque en el único lugar donde estaba cómodo era adentro de la cancha”, recuerda. Pronto se ganó el corazón de los hinchas con su habilidad y enseguida lo apodaron como El Pibe de Oro. “Siendo chico, la gente te banca más, te cuida más y te quiere más”.
Le gustaban los partidos importantes “porque el nivel del fútbol uruguayo en ese momento no era bueno”. Se motivaba más contra Nacional y en los choques de Copa Libertadores. Justamente en un clásico ante el Bolso tuvo el mejor día de su carrera. Era la Liguilla de 1976 y Peñarol ganó 5 a 1 con un triplete suyo. Víctor Hugo, que todavía relataba al otro lado del Río de la Plata, no lo olvida: “Tengo notables recuerdos de Julio César Jiménez, uno de los mejores jugadores que vi en mi vida, y no exagero. Un verdadero genio. Todavía tengo en mi memoria el recorrido de un gol desde 25 metros que le metió a River en la Libertadores. Fui muy seguidor suyo cuando vino a Vélez y Ferro. Un jugador de gran habilidad, personalidad y buen pase. Si tengo que pensar en diez jugadores uruguayos que me hayan cautivado, está entre ellos”.
La década del 70 no fue destacada a nivel internacional en el fútbol uruguayo, a diferencia de la anterior. Peñarol no pudo levantar el trofeo más importante del continente por esos años, pero Jiménez supo ser campeón del torneo local en tres oportunidades. Disputó el Mundial de Alemania 1974 y vio desde el banco de los suplentes el fútbol total desplegado por Holanda durante el encuentro correspondiente a la etapa de grupos que terminó con la derrota por 2-0 con los goles de Johnny Rep.
En un momento de pleno brillo, las lesiones se ensañaron con sus huesos: entre 1972 y 1977 sufrió cuatro fracturas. Sin embargo, lo más difícil fue cuando contrajo hepatitis, enfermedad que incluso amenazó con precipitar el retiro.
Desembarcó en el fútbol argentino en 1978 para jugar en Vélez. Se adaptó con rapidez y enseguida aprovechó el buen estado del Amalfitani. “La cancha de Vélez era un lujo. Estaba mejor que la de Boca y River, en una época complicada para mantenerlo”. No hubo más lesiones en aquel tiempo en el que compartió plantel con Carlos Bianchi, Julio César Falcioni y Carlos Ischia, entre otros. En Liniers fue subcampeón en el Metropolitano de 1979 que ganó River.
No fue sino hasta un día antes de que se iniciase el Metropolitano de 1981 que se enteró de su pase a Ferro. “Había terminado el entrenamiento y un dirigente me llamó para que al otro día me presente en Ferro, que me había comprado el pase. Yo no sabía nada. Encima hacía poco que habían vuelto a Primera División y no conocía la institución”. En Caballito tendría su mejor rendimiento. Carlos Timoteo Griguol creó un sistema de juego que favorecía sus características y lo colocó como centrodelantero: “Entraba a la cancha y sabía que íbamos a ganar, algo que nunca antes me había pasado. Timoteo hizo la diferencia con respecto a los demás. El pressing te mataba y nadie quería jugar contra nosotros. Y lo mejor es que formó un grupo muy unido, éramos una familia”. Dos subcampeonatos y la obtención del Nacional en 1982 fueron los resultados de aquel equipo inolvidable.
Los ojos estaban puestos en él y no pasó desapercibido para César Luis Menotti, que lo tentó para embarcarse en el mayor desafío de su vida: jugar en Barcelona. “Estando en Ferro me llama Menotti y tuve una entrevista con él, en Mar del Plata. Ahí me dice que me quería llevar a Barcelona, pero había un problema: no tenían cupo de extranjero. Me dijo ‘mirá, vas a jugar en el Barcelona Athletic (N. de R.: la filial del club catalán). Te llevo por si pasa algo para reemplazar alguno de los dos cupos’. Si bien en ese momento Barcelona no era lo que es ahora, la posibilidad de jugar en Europa y ser dirigido por el Flaco me ilusionó. También fue conmigo Jorge Gabrich”.
El Flaco atendió el teléfono ante la consulta de Enganche para comentar su parte de la historia y recordó con velocidad: “Era un buen jugador. En esa época podían estar en el plantel sólo dos extranjeros y fue como suplente de Schuster y Maradona. Lo lleve al Barcelona Athletic y en caso de que hubiera una lesión larga, podía ingresar en la plantilla. Fueron Gabrich, que era goleador, y él”.
La posibilidad de reunir a “los dos Maradonas” en un plantel estaba latente ante una lesión, aunque finalmente fue Diego el que cayó por una brutal patada de Goikoetxea: “Me acuerdo patente, yo estaba en la cancha. Hacía dos meses que vivía en Barcelona y Menotti nos llevó a entrenar con el primer equipo. Si bien en Ferro jugué de centrodelantero, mi posición natural era enganche. Jorge era más nueve. Estuvimos entrenando 15 días hasta que me dijo que lo elegían a él por la falta de gol que tenía el equipo. Se había abierto la puerta, pero la desilusión fue más fuerte”.
Recuerda Menotti: “Entrenaba con nosotros, pero hay veces que no se da. La idea mía era tenerlo para el otro año, siempre estaba la duda de que Diego se iba. Después se terminó yendo, pero yo me fui primero”. Entonces quedó a la deriva. Pasó a estar en total desconsideración, también por el entrenador del Barcelona Athletic. “No se cuidó mucho en Barcelona y quizás en el momento que tenía que poner lo necesario para quedarse, no lo hizo. Pero yo lo entiendo, no era fácil estar de suplente de esa manera. Era un futbolista de primer nivel, que venía de ser clave en su equipo y que estaba esperando a que se lesione un compañero para jugar”, sostiene el Flaco. “En definitiva, terminé estando un año de vacaciones yendo los fines de semana a Ibiza y a esquiar en Andorra”, completa Jiménez.
Así, en Barcelona solo unos minutos pudo disputar con el plantel profesional en una gira por Estados Unidos donde se enfrentaron al Cosmos, Fluminense y Udinese de Zico. Pero era una cancha de césped sintético y jugó con zapatillas. Eran partidos amistosos y el uruguayo no se sentía cómodo sin nada por qué competir. Llegó a tirar unas paredes con Diego en ese entonces. Lo disfrutó en algunos entrenamientos. Y mucho no pudo compartir fuera del campo de juego: “Fuimos a visitarlo con Gabrich a su oficina cuando llegamos. Ahí me dijo que lo visite cuando quiera, pero viste, siempre estaba rodeado de mucha gente. Me daba vergüenza molestarlo”. El camino del fútbol los separó.
Ya sin lugar en Barcelona intentó seguir probando suerte por el Viejo Continente: “En ese momento no tenía representante y cuando terminó la temporada me fui a Francia”. Jugó unos entrenamientos en un equipo del país, demostrando la calidad necesaria para que el entrenador decidiera ficharlo. Pero Ferro seguía siendo dueño de su pase y no llegaron a un acuerdo. El sueño había concluido: “Nunca terminé de entender qué sucedió al respecto, fue muy raro todo eso”.
Una vez que finalizó su breve periplo por Europa, Jiménez volvió a Argentina. Pasó por Instituto, Unión de Santa Fe y terminó su carrera en San Martín de Tucumán, con el ascenso a Primera División en 1988. Luego estuvo entrenando a las categorías menores de Peñarol y Vélez. Hoy con 63 años, vive en Haedo, zona oeste de la provincia de Buenos Aires, es un ferviente fanático de Messi y trabaja desde hace largo tiempo en el club SITAS que disputa la liga AIFA, olvidado por dirigentes del fútbol argentino. “Fue un grande de verdad. Tendría que estar trabajando en otro lugar”, no duda el Beto Márcico y agrega: “Era un enganche clásico y tenía un amague que hacía pasar de largo a todos. Si se hubiese cuidado un poco más, podría haber llegado muy lejos. Sin dudas, está entre los mejores cinco jugadores que vi en mi vida”.
Dos décadas después de su retiro y sin atarse al pasado, Jiménez no guarda ningún recuerdo de su época como futbolista: “Si vas a mi casa, pensás que trabajé de cualquier otra cosa, menos de futbolista”, asegura. Aunque al preguntarle por su mayor deseo, imagina con los ojos llenos de fútbol que “si haría un pacto con el diablo, pediría volver a mi mejor momento, pero como entiendo el juego ahora, no me importaría nada más”. Y que bien nos vendría su talento.