A Peli y Vivi

Algunos lectores preguntan, con sana curiosidad, si algunas de las historias que comparto en este espacio son “reales”. Más allá de la presunción de veracidad (“suspensión de la incredulidad”, decía Borges que decía Coleridge) que toda ficción supone, enunciaré una taxonomía a modo de amable respuesta. Digo entonces: muchas de las historias que relato son ficción, otras son fruto de la investigación o de algún recuerdo personal (o sea: son “reales”), y tantas otras (muchas, la mayoría) me fueron “reveladas” por “El Enviado Deportivo”, un personaje extraño, tal vez angélico, al que ya mismo presentaré.

A los 52 años, edad que tengo (aunque parece mucho menos) uno, entre tantas cosas que produce la andropausia, se vuelve escéptico. Cuando recibí estas revelaciones, hace unos años, casi que ni las pasé por el tamiz de la racionalidad. Pero claro, a los treinta y pico uno es otro: tiene fe, rulos, come pañuelitos de dulce de leche, corre el colectivo, hace el amor tres veces en una noche y cree en el triunfo del bien. Hoy, yo mismo dudo de la veracidad ontológica del Enviado, al que hace años no veo, acaso porque ya no puedo verlo. Me limitaré a presentarlo tal como se presentó ante mí, para que ustedes, bien en modo creyente, bien en modo escéptico, saquen sus propias conclusiones.

Estaba yo una noche bebiendo unos vinos y escuchando (¿casualmente?) “Sobre la hora”, esa obra de arte del poeta cantor Beto Asurey, cuando detonaron ruidos en el techo. Quise llamar al 911, pero por culpa del alcohol no encontraba el teléfono; entonces opté, gracias al alcohol, por la valentía. Ni bien me asomé al patio una voz omnipresente pontificó: “´Sobre la hora´…la mejor canción que se ha compuesto sobre fútbol…”. Por un momento sospeché que la voz provenía del mismísimo Beto, hombre que suele andar por los tejados, sea en busca de inspiración, sea hablando con ángeles, sea acariciando gatos, sea colocando membrana, sea haciendo flamear sin triunfos que lo justifiquen una bandera de Atlanta; pero no, quien estaba allí era una especie de linyera de mirada inquisidora y luminosa. Me extendió una de sus manos y dijo: “Soy Enviado Deportivo, y lo he elegido a usted para que ponga su pluma al servicio de lo que sé”. Mi lado profano se apresuró: “Enviado Deportivo…ajá, ¿periodista?”. El extranjero montó en cólera: “¡Qué error! ¡Elegí como apóstol a un mamerto que confunde la metafísica con el periodismo!” y agregó, en pose extática: “¡Bienaventurados los que patean un segundo penal después de haber errado el primero!”. Empujado por la sospecha de que tal vez estaba en verdad ante un ser extraordinario, me disculpé: “No, no…perdón, ya sabe, no son tiempos hospitalarios para la metafísica…cuénteme”.

La disculpa surtió efecto; la aparición, que tenía un par de señales bien de este mundo (por caso: una cicatriz de arma blanca en la panza y un olor a provenzal insoportable), me dijo que no era “enviado” sino “Enviado”, y que conocía cosas que todos sospechan pero nadie puede probar, que permiten explicar multitud de sucesos extraños que rodean al fútbol (“multitud de sucesos extraños” bien podría ser una definición de “fútbol”) además de historias de otros deportes, hasta ahora vedadas al vulgo. Su cercanía, no lo niego, me producía cierta incomodidad, especialmente por el aliento pestilente que exhalaba. El inspirado se dio cuenta de eso y enseguida aclaró: “Moisés y San Pablo no olían a enjuague bucal, precisamente...tápese la nariz y escúcheme...”. Entonces, ante mi ya inequívoca postura de discípulo, dijo: “Los Enviados somos seres semi angélicos, pero tenemos la posibilidad de mimetizarnos con el entorno cultural en que nacemos. Por caso: el Enviado japonés es muy respetuoso y afecto al trabajo, el inglés es puntual, el alemán tenaz y gana siempre las finales, el brasileño alegre, el italiano calentón…bueno, esto que le voy a contar tiene que ver con la triste condición el Enviado francés. Vea: el Enviado francés es muy racionalista y descree de su propia condición angélica; esto le produce una gran angustia que intenta paliar bebiendo alcohol, y entonces, ya en pedo, se manda terribles macanas…”.

Una de esas macanas legendarias es esta historia. Ignacio Maciel, politólogo y filólogo peso welter banfileño, andaba por Francia en busca de la tumba de Foucault, cuando fue sorprendido por Jean Pierre, el Enviado francés, quien le propuso “Ser el mejor en todos los deportes”.

“¿Cómo?” gritó Nacho, perplejo, mientras apretaba contra su pecho un ejemplar de Vigilar y castigar.

“Lo que escuchó… le propongo dominar todos los deportes…”.

Obnubilado Ignacio, borracho el Enviado, el contrato se firmó enseguida. Una sonrisa de gárgola en el ofertante dejó entrever que, como todo pacto fáustico (o como todo contrato pensado por un economista liberal), la promesa tenía su lado ominoso, pero, cegado por los paraísos que prometía el contrato, Ignacio se negó a prever cualquier infierno. Cerró los ojos y se imaginó encestando, tirando drops, nadando como un pez, gambeteando, corriendo como un guepardo, saltando distancias como en sueños… ¿qué aspecto negativo podía tener ese manantial de hazañas?

“Perfecto, acepto…”, dijo, con los ojos llorosos de recuerdos futuros. El Enviado respiró hondo, tomó una pelota de fútbol y se la dio al elegido: “Firme acá, bien grande, que la firma cubra más de un gajo…”. Ignacio estiró la mano, dibujó ese garabato que, según algunos con ganas de inventar disciplinas, representa nuestra personalidad, y miró al fantasma para hacerle algunas preguntas. Pero el fantasma ya había desaparecido y esas pregunta fundamentales, ya no podían ser formuladas: ¿cómo iría desplegándose el abanico de aptitudes? ¿Obedecería a los caprichos del azar o tendría algún patrón oculto que respetar o descubrir? ¿Podrían esos dones imponerse a la propia voluntad?

Una pelota cayó en los pies de Nacho, quien pronto comprobó que “había nacido” para dominarla. No menos de veinte pares de asombrados ojos niños se juntaron para ver al gran taumaturgo. La pelota parecía un órgano más de su cuerpo, y las leyes físicas, meros enunciados semánticos.

Ese estado paroxístico duró hasta la próxima plaza, pues allí fue en busca de una pelota y la torpeza, propia de un beisbolista, le impidió siquiera pegarle. “Ah, caramba… las cosas no son tan sencillas…” murmuró preocupado. Pero la preocupación fue pronto desalojada por otra alegría inconmensurable: ante la necesidad de correr el colectivo, alcanzó una velocidad digna de Usaín Bolt.

Durante semanas, con una prudencia ciertamente entendible, Ignacio se “encerró” en una casa quinta, para esperar, experimentar y disfrutar todos los matices de sus potencialidades como deportista. De a ratos, oportunamente, la puerta de los dones se abría, y los secretos del juego, incluso de deportes inexplicables como el Bádminton, le fueron revelados súbitamente al elegido.

Luego de unos días de olímpicos placeres, finalmente, llegó el inexorable momento de salir a la vida y comprobar si aquellos dones eran una bendición o una maldición. Al principio, Nacho creía (¡Ah Adán, siempre crees saber más que Dios!) que había ciertos signos inequívocos que precedían a la aparición de las facultades. Este supuesto manejo le permitía animarse a intentar practicar ciertas disciplinas en los momentos de plenitud. Su fama, como se podrá inferir, creció pronto como una tormenta. Pero al genio empezó a sitiarle el alma el pánico al papelón, que ciertamente no era infundado; todos recuerdan (aunque nadie, obviamente puede explicarse el porqué) aquella tarde en que, luego de batir el récord nacional de los cien metros en semifinales, en la final no sólo no ganó, sino que además se quedó en medio de la pista haciendo ademanes como de estar tirando a un hipotético aro de básquet. Ni que hablar de la final de fútbol del barrio, cuando después de haber convertido siete goles de promedio por partido, nuestro héroe echó todo a perder tirando un penal por arriba del travesaño, tal como se convierte en Rugby, y cometiendo luego otro al tomar la pelota con las manos, en típico gesto de handball.

El panorama empeoró exponencialmente cuando casi mata a un anciano, al arrojarle por la cabeza una bocha, en una parábola que, de haber sido mensurada, tal vez habría sido récord en lanzamiento de bala. La patética imagen final, antes de la internación, con un inexplicable Nacho moviendo una raqueta como si fuese una espada de esgrima contra el pecho de su compañero en dobles, junto con la eficaz toma de yudo con que se desembarazó de los médicos y policías que quisieron sacarlo de la cancha, son la gráfica de un final conocido: el del pobre hombre que vende su alma por un poco de fama y gloria.

Hoy Ignacio deambula por los pasillos de un hospital psiquiátrico, jurando a quien quiera escucharlo que él fue el mejor deportista de la historia. Los psiquiatras creen que está loco, los locos creen que miente y él cree que dice la verdad.

Paradójicamente (para solaz de Foucault), todos tienen razón.