A veces lleva tiempo darte cuenta de si realmente te gustó una película, o si te gustó pero te enojó en algún punto y eso te nubla poder apreciarla íntegra. Puede llevar algún tiempo aceptar que te encantó. Incluso puede llevar el mismo tiempo que entender qué pasó en una historia que tuviste con alguien. Y más todavía si las dos historias se cruzan en algún punto y si la película la fuiste a ver con ella.

De La vida de Adèle, escribí al poco tiempo de separarme de V. Fue la primera película que vimos juntas en el cine, a cuatro meses de empezar a salir. Después de ese primer corte, estuvimos juntas tres años y algunos meses más, abducidas por la fascinación del abandono y la vuelta, uno de los trajes típicos de eros. En ese cliché tortuoso, fui la que durante más de mil días me sentí más sola que nunca. Fui Adèle, la dejada. Ella, la de pelo azul. Quién aprendió más de todo eso, un misterio. Ojalá que un montón las dos.

La vimos en el Cinemark de Beruti, compramos gomitas rojas de frutilla, un paquete de Rocklets, y un agua. Nos sentamos en la fila 9, al costado de la sala, en butacas que son de a dos. Nos creíamos especiales, diferentes al resto, gozando de haber sido expulsadas del paraíso, del centro de la pantalla. Por eso nos sentamos ahí. 

Cuando terminó y salimos, yo estaba enojada con la brutalidad con la que Emma echa a Adèle de la casa compartida. Más tarde me di cuenta de que el enojo era un mambo mío: yo tenía miedo de que V me dejara y lo trasladé a la trama. V al final me dejó, y la película se convirtió en una pared pegada a mi cara; en una lección que todavía no estaba preparada para aprender. Con el tiempo la pared fue tomando distancia. Hoy la pared no está más, se convirtió en un legajo archivado junto a otros legajos amorosos. Lo terminé de constatar hace dos semanas, cuando me la encontré en el subte después de un año de no verla. Lo que tiene de único y particular este legajo es que, en cuestiones amorosas, me enseñó a moverme con sigilo.

La vida de Adèle es una película encantadora y carente de cinismo sobre cómo un amor, cuando se va, se lleva la luz que trajo. Y que eso es parte de la vida y manejalo, querida. La película, si bien es una historia de amor entre dos, es sobre Adèle. Se llama La vida de Adèle. A Emma, la de pelo azul, la conocemos de forma derivada. No sabemos del todo quien es, qué siente o como la conmociona la relación. Sabemos que es artista plástica y que su familia tiene la plata necesaria como para no preocuparse por la plata. Es una película lésbica tanto como de clase social. 

Hay una frase de Marguerite Duras en Escribir que dice que escribir es intentar saber qué sucedería si escribiera. Para algunos escribir es probar esa hipótesis; para otros es volver a pasar por la experiencia controlando los daños; otros creen que la escritura es un procedimiento que no tiene nada que ver con esto.

Escribir sobre La vida de Adèle es escribir sobre una película tan poderosa que me hizo presentir el curso que iba a tomar mi vínculo amoroso. Y tan poderosa que, asimismo, desborda esa anécdota y proporciona insumos para pensar otras cosas.

Cuando me ofrecieron escribir para esta sección pensé impostar un poco, elegir una película lésbica un poco menos mainstream, la escena entre mujeres de Je tu il elle de Chantal Akerman por ejemplo, o Tan de repente, que si me apuran digo que es mi película argentina favorita. Pero soy como Adèle, me atraganto con los fideos y me siento incómoda con la pose arty.

La vida de Adèle, mainstream y consagrada, metió el dedo en la llaga de bastantes lesbianas que se sintieron ofendidas porque el director sacó al sexo lésbico del altar de la insinuación, de la sugerencia, de lo etéreo, lo suave y lo edulcorado. Y le colocó realismo: lujuria, dedos, transpiración, larga duración, voracidad, saliva, desnudez, fluidos y espasticidad. 

Frente a la frase mojigata que dice “no me representa” porque es un sexo gélido, forzado, demasiado físico y lleno de artificio, Kechiche propone mostrar el sexo entre mujeres como lo que es, sexo y no caricias, sexo y no parecemos simplemente amigas.

Frente a la acusación de que las escenas sexuales de la película están al servicio de cumplir con las fantasías de un hombre heterosexual promedio, Kechiche interpela a la comunidad sobre un tema espinoso: la del malestar y la incomodidad de que el arte nos represente cogiendo. Hasta qué punto esa incomodidad no es un internalización de la censura que nos inculcaron.

La representación del sexo en el arte suele ser problemático, como lo es la representación del dinero. Cuando el sexo no es heterosexual, ese problema se ahonda. Cuando hay un vínculo atravesado por la diferente extracción de clase, también.

Kechiche se mete justamente ahí. Por eso es, a veces, por momentos, mi película favorita.


Silvina Giaganti nació en Avellaneda, el 29 de mayo de 1976. Estudió Filosofía en la UBA y se recibió. Es docente. Escribe en cualquier lado. Vive con Poxi, su perra mestiza de 14 años, en Monserrat. Tarda en apagarse, publicado por Caleta Olivia, es su primer libro.