Para mediados de marzo, desde el martes 13, se celebrará un Festival Tarkovski en el Museo del Bicentenario. Organizado por el realizador Daniel Rosenfeld, Bernardo Nante y Mariano Nante, contará con la presencia de Andréi Tarkovski (hijo). Se realizará una muestra con sus famosas polaroids, bajo el título de Luz instantánea. Habrá mesas redondas, un curso sobre el Paisaje Afectivo en su obra, a cargo de Irene Depetris y Fernanda Alarcón, y se harán proyecciones de sus películas restauradas en la sala del Museo Nacional de Bellas Artes, presentadas por directores como Edgardo Cozarinsky, Andrés Di Tella y Anahí Berneri, entre otros. También se hablará de su labor escrita, en donde se presentará una de las últimas novedades de Mardulce: Narraciones para cine. ¿Por qué súbitamente este interés por el director ruso? Pareciera haber un revival. Sin ir más lejos, el año pasado, el sello Criterion lanzó una nueva copia en HD de Stalker, su clásico de ciencia ficción. Contra todo pronóstico fue un éxito de taquilla, el mismo éxito que cosechó cuando fue estrenada en 1972. ¿Por qué? ¿Por qué Andréi Tarkovski vuelve a estar presente en la escena del cine?
A este renacer se le suma su faceta como escritor. Con siete películas y unos pocos cortometrajes, el hombre cuyo primer y último plano filmado fueron árboles, como señala Chris Marker, se garantizó el podio de los realizadores de culto y sacó del ostracismo al cine soviético atravesado por la propaganda naturalista. El precio fue alto: no siempre obtuvo plata para filmar. Pasaba mucho tiempo entre películas. Ya sea por problemas con las distribuidoras, con los rubros técnicos (con Georgy Rerberg, director de fotografía de El espejo, llegó a un nivel de tensión titánico y lo terminó por echar de Stalker en la mitad del rodaje), o con el aparato soviético. Entre película y película, Tarkovski tuvo eso que tanto lo obsesionaba y que constituía la esencia misma de, lo que para él, era el arte cinematográfico: tiempo. Mucho tiempo abstracto, perdido; improductivo. Ese tiempo aislado de la maquinaria del cine con sus desgastes físicos y su adrenalina constante, una maquinaria humana puesta al servicio de la psicosis colectiva; un tiempo que lo empleó para escribir.
Lo primero que se tradujo de él (y que lleva más de diez ediciones) fue Esculpir en el tiempo. Bello y quimérico autorretrato parcial, especie de libro de memorias atravesado por la autoayuda para cineastas, derrotero pedagógico y propuesta didáctica con mucho de manual de cine, allí Tarkovski se preguntaba por la naturaleza del hecho cinematográfico al mismo tiempo que teorizaba sobre su práctica. Después llegaron otros dos textos, que en ambos casos, permitían ver procesos creativos y visiones de mundo: Martirologio, Diario 1970-1986, un extenso libro de entradas diarias con algunas intermitencias, cuyo título remite a los procesos judiciales sufridos por los cristianos durante el Imperio Romano, elegido por el mismo autor mientras lo escribía, en donde anotó sus reflexiones metafísicas sobre el arte, la pintura, la literatura, la fotografía, sus problemas políticos y amorosos, y las penurias económicas que atravesó entre películas. Y pocos años después se conoció un texto para la juventud, una especie de lado B de Esculpir en tiempo titulado Atrapad la vida, donde Tarkovski terminaba de formalizar su idea sobre el proceso cinematográfico y completaba su revisión de sus rodajes. Ahora se cierra el corpus de su obra escrita traducida al español, esta vez en una edición nacional con traducción nacional, a cargo de Irina Borovsky, con Narraciones para cine (Mardulce), un extenso volumen, más de seiscientas páginas, con prólogo de Bernardo Nante y Mariano Nante, y que abarca los guiones y relatos literarios escritos por Tarkovski a lo largo de su carrera.
En ese tiempo entre películas, el director nacido en Zavraje en 1932, a orillas del Volga, encontró un refugio en la escritura para desentrañar eso que lo atemorizaba cuando se ponía detrás de una cámara, y que lo acompañó a lo largo de su vida hasta que, a los 56 años un cáncer de pulmón, terminó la obra que durante tanto tiempo había esculpido con paciencia obsesiva: ¿cómo construir, ya sea con palabras o con imágenes, una idea de armonía que enlace, en un mundo despiadado y atrofiado, una comunión entre seres imperfectos?
El lector visual
Se suele definir la infancia de Tarkovski como privilegiada. Una madre que sobre estimulaba a su hijo y un padre ausente, materiales que reconfiguró en la que, según él, fue su obra maestra, El espejo. Amante de todas las artes, Tarkovski se decidió a estudiar cine después de pasar un tiempo en Siberia como estudiante de geología. Desatada la guerra, el cine entraría en una nueva faceta de modernidad. Se anotó en la Escuela de Cinematografía VGIK, y, mientras continuaba con sus clases particulares de violín, se convirtió en un alumno estrella; interesado en pintura, en religión y en música, Tarkovski siempre fue un gran –enorme– lector de literatura. Era capaz de terminar en unas pocas sentadas Guerra y paz de León Tolstoi, y memorizar pasajes para recitarlos frente a su madre con los ojos cerrados para visualizar mientras relataba. Pero no fue hasta que leyó a Dostoievski que, con sus personajes desfasados y atormentados, anclados entre lo sacro y lo profano, errantes en paisajes fríos y lacónicos que, con el correr de las páginas se van convirtiendo en un fríos espejo del alma rusa, tuvo un impacto tremendo en la mente del joven Tarkovski y lo movilizaron a escribir sus propias historias.
Pese a ello, hizo cine y se encargó siempre de diferenciarlo de la literatura. Cuando se sentó a meditar sobre su oficio, señaló la importancia de definir una especificidad cinematográfica en oposición a la escritura. También aborrecía el cine que se apegaba a una lógica narrativa decimonónica, transfigurada en el cine norteamericano, de acción y reacción; su visión tiene que ver con la concepción temporal del plano (la imagen-tiempo la llamaría Deleuze). Con la construcción de una imagen potente, icónica, trascendente: “La imagen es algo que no se puede recoger y mucho menos estructurar”, anotó.
Con recursos propios de la literatura, Tarkovski escribe relatos, cuentos, formas literarias, que no siempre les daba a los actores porque buscaba la espontaneidad durante el rodaje. Según él, la vida era siempre más interesante que la fantasía, aunque también aborrecía el cinema verité, tan en boga entre los documentalistas de los sesenta.. Hacia el final de su carrera, en Sacrificio, Tarkovski arma una relato con intertítulos que funcionan como cuentos dentro de una nouvelle; el relato sobre Alexander, un hombre aquejado por los vaivenes de la humanidad mientras se acerca “la época de las noches blancas”, cuya cordura se ve afectada por su falta de espiritualidad y la inminencia de una tercera guerra mundial, avanza tenue, sin sobresaltos, sobre la superficie de las conversaciones, alrededor de un árbol seco, similar al relato de Chejov, “La dama del perrito”. La literatura está en los detalles, decía Nabokov a propósito de Flaubert, y Tarkovski parece cumplir a rajatabla la consigna: no importa el hecho (tan importante a la hora de ser traducido en imágenes) sino la impresión disuasiva que la literatura produce sobre las cosas. Ese resto, tan invisible e inasible, es lo que le interesa filmar.
El plano y la palabra
¿Por qué publicar los guiones cinematográficos? ¿Qué importancia pueden tener más allá de una lectura crítica complementaria? ¿Se pueden leer como literatura? Y en todo caso, ¿qué lugar ocupan dentro de la obra cinematográfica de Tarkovski? “El director tiene que saber escribir o estar en estrecho contacto, como coautor, con sus colegas literarios, para poder dirigir ciertamente su talento literario en la dirección necesaria” señaló.
Tarkovski escribió sus guiones, en muchas ocasiones, con escritores como Alexander Misharin, Friedrich Gorenstein y Tonino Guerra, y realizó diversas adaptaciones de obras literarias. Su primera película, La infancia de Iván, por la que obtuvo el León de Oro en Venecia y lo catapultó a una fama inesperada del otro lado de la cortina, fue una adaptación de la novela Iván de Vladimir Blogomolov. Stalker se trató de una adaptación de la novela de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, titulada Picnic a la orilla del camino. Y Solaris (su película menos querida por él mismo) está basada en la novela de Stanislav Lem. Tarkovski nunca llegaría a filmar ninguna novela de sus dos héroes literarios, Fiodor Dostoievski y Thomas Mann (varias veces se vio tentado de adaptar El idiota y Doctor Faustus), pero sí escribiría una versión para cine sobre otro de sus ídolo literarios (relato incluido en este volumen); una aproximación cinematográfica a la vida del escritor romántico alemán E. T. A. Hoffmann. Entre otros proyectos que no llegaron a ver una cámara cuyos relatos y que se incluyen en Narraciones para cine están Viento luminoso, adaptación de la novela Ariel de Alexander Belyaev (autor de El hombre anfibio), una fábula de ciencia ficción infantil por encargo sobre un chico que podía volar, cuya versión final no fue aprobada por la mítica Mosfilm, el Instituto de Cine Soviético, y Sardor, un spaghetti western con salsa rusa, escrito por el mero propósito de hacer plata.
La literatura atraviesa sus películas. Pero en ninguna de sus adaptaciones realiza una transposición directa de la novela. Tarkovski se apropia del texto ajeno en una reescritura que también es literaria. Sus guiones son un punto de partida para después armar un guion técnico con un desglose de planos. Es quizás el método menos ortodoxo del mundo, y en cualquier escuela se enseñaría lo contrario: no hay que ser literario ahí donde lo que impera es la técnica. Pero a un director como Tarkovski, atraído por la locura santificada, por la búsqueda de lo profano en lo sagrado, le interesa rescatar de un texto –propio o ajeno– un “espíritu” más que una “historia”. Cierta atmósfera que recrea en descripciones ascéticas y mínimas, con diálogos que son como perforaciones entre paisaje y paisaje; un estilo que parece cruzar la economía de Chejov con el desborde emocional de Dostoievski. El cine –como su literatura– de Tarkovski es un cine de lo arrasado; se suele prestar para el desborde interpretativo (¿Qué hay en la zona? ¿Qué es Solaris? ¿Qué hay en la casa de Sacrificio?) pero, como señaló el crítico Serge Daney, sus películas enseñan a mirar lo que se ve en pantalla. Hasta sus películas más fantásticas son realistas.
Y ese sustrato realista se percibe en su escritura; en la herencia y la tradición que la atraviesan, y que Tarkovski buscó reinsertar en la tradición cinematográfica cuando teorizó acerca de un cine “de lo poético”, y no un “cine poético”. Su primera escuela de cine (y de arte) fue Tolstoi. Para él, los excesos en sus largas parrafadas, su desequilibrado equilibro formal, la desmesura combinada con una enorme capacidad para rescatar el detalle pasional en una tormenta de acción, fueron las armas que le permitieron construir no un modo de narrar sino una estética. Porque –más que Eisenstein, Vertov o Kalatozov– Tarkovski fue el cineasta más ruso de todos; quien más se compenetró en explorar con su cámara el alma rusa, tal y como se la indagó en literatura durante el siglo XIX.
Habría algo inmanente, infinito, en la imagen cinematográfica. Un densidad temporal e icónica que hacen que el tiempo esculpido, perdure. Y en esas unidades mínimas, en la construcción sensible de una imagen, está condensada su experiencia como lector de la narrativa más sustancial del siglo XIX. En definitiva, la sensibilidad del ritmo interno de un plano debería producir, dice Tarkovski como un mantra, el mismo efecto que la sensibilidad de la palabra exacta cuando se hace literatura. Esa sensibilidad es lo que lo vuelve perdurable y, por esa razón, hasta el día de hoy, su cine y su literatura persisten en volver a nosotros como paisajes de un mundo olvidado (el viejo cine moderno) y nos propone recordar qué fue del tiempo perdido.