La trilogía de Bill Hodges, exitosa incursión de Stephen King en el género negro, empezó en junio de 2014 con Mr. Mercedes, una novela oscura y desesperante y extrañamente profética. Hodges es un policía retirado: muchos casos le quedaron inconclusos pero ninguno lo atormenta tanto como el ataque a la cola de personas desocupadas que, de madrugada, esperaban por una entrevista de trabajo en el Centro Cívico de la ciudad. Un Mercedes piloteado por el asesino arremetió contra ellos, mató a ocho, incluso una madre con su bebé de meses, y dejó muchos heridos. La policía, con Hodges como investigador a cargo, nunca pudo encontrarlo. Y en eso le llegó la jubilación.
Deprimido, solo, sin nada que hacer, Hodges es acosado por el asesino que lo persigue con mensajes y hackeos. Esta vez sí lo atrapa y consigue detenerlo antes de cometer otra masacre: Brady Harstsfield –así se llama el villano, es un joven técnico informático de familia hiperdisfuncional– decide entrar en una silla de ruedas, fingiendo una discapacidad grave, a un concierto de la banda Round Here, un grupo de y para adolescentes. Lleva escondida bajo la silla una bomba que, cuando estalle, lo matará a él y a todos los que alcance la detonación. Lo atrapa Holly, la asistente de Hodges: le rompe la cabeza de un golpe y lo deja en estado vegetativo y, aparentemente, fuera de combate.
Los dos ataques terroristas de Brady Hartsfield, la embestida con el auto y la bomba en el concierto se parecen demasiado a dos atentados reales que sucedieron bastante después de publicado el libro. En 2016, un hombre cargó con su camión sobre una multitud que festejaba el Día de la Bastilla en Niza, Francia. Mató a 86 personas. En mayo de 2017, un hombre entró al estadio Manchester Arena con una bomba durante el concierto de la estrella pop Ariana Grande. Mató a 23 personas, hirió a 500. Los eventos son similares hasta el escalofrío y es difícil aventurar por qué Stephen King conjura estas terribles intuiciones, de la misma manera que lo hizo con las masacres escolares en Carrie o Rabia. Una antena privilegiada, una lectura hiperlúcida de las posibilidades del terrorismo doméstico: quién sabe. Lo cierto es que la segunda novela de la trilogía, Quien pierde paga, bajaba el tono: seguía a la familia de uno de los heridos con una trama muy literaria alrededor del crimen de un gran hombre blanco de la literatura norteamericana –una amalgama de Roth, Updike y Salinger– y sus impredecibles consecuencias.
Fin de guardia, el cierre de la trilogía, vuelve a los archienemigos Harstfield y Hodges. El ex policía (adorable, perdedor hermoso, un poco idiota emocional) tiene más de 70 años y sufre un cáncer de páncreas; Hartsfied está postrado en una sala de neurología. Sin embargo, hay un médico que le administra a Brady una droga experimental, a ver si puede “reactivar” su cerebro (casi) muerto. Lo hace. Harstfield, reseteado por un médico inescrupuloso, tiene el poder de ingresar en otras mentes, controlarlas, elaborar un plan de incitación al suicidio a través de un juego en una videoconsola obsoleta y sus objetivos son los sobrevivientes del ataque al Centro Cívico y las adolescentes que no logró matar en el concierto: quiere terminar su trabajo. Hodges, aunque sabe que parece una locura, cree que Brady está fingiendo su daño cerebral. Lo visita, lo observa. Ni él se lo cree, pero tiene razón: hay vida inteligente tras la mirada perdida.
En la última entrega de la trilogía de Bill Hodges, Stephen King abandona el proyecto realista: el asesino ahora es un virus, un usurpador de cuerpos. ¿A lo mejor quería volver al terreno sobrenatural después de las inquietantes profecías de Mr. Mercedes? ¿O sencillamente elaboró la trama posible con un villano postrado?
Fin de guardia quizá sea menos interesante por su trama que por los temas que elige King y que vienen siendo obsesiones-marcas de su literatura. Y uno de los temas que elige en casi cada libro pero cada vez con mayor frecuencia es el del cuerpo enfermo, junto con la pobreza, la enfermedad mental y las adicciones, que conoce bien y describe como pocos. Ha convertido al sufrimiento físico en una de sus poéticas del horror. Ya en esa pesadilla insoportable que es Cementerio de animales (1983), uno de los personajes más temibles y terribles es Zelda, la hermana adolescente moribunda y demente de una de las protagonistas, que es un fantasma real, un trauma infantil, símbolo del terror a la muerte. En La zona muerta (1979) también es un hombre que estuvo en coma el que trae poderes de la inconsciencia. Las torturas de Annie Wilkes (que además es enfermera) al escritor Paul Sheldon en Misery (1988) obligan a cerrar los ojos y cada uno de los dolores de Paul están descriptos con verdadero sadismo; Jessie, la mujer atrapada en la cama por una esposa usada en un juego erótico que sale mal en El juego de Gerald (1992) protagoniza una experiencia de lectura inolvidable cuando se desprende y mutila su mano. O la infernal recuperación de un accidente del protagonista de la infravalorada Duma Key (2008); o la decisión de que Danny, el chico de El resplandor, ya crecido, sea un enfermero especializado en el cuidado de ancianos en Dr. Sueño (2013). Las adicciones también son parte de este cuerpo que se vuelve el depósito del horror y la incomodidad, un monstruo interno e inseparable, el recipiente de la muerte y la decadencia. No debe haber escritor que nombre tantas veces la oxicodona y la codeína, opiáceos que en este momento desataron una epidemia en EE.UU tan brutal que la esperanza de vida del país se redujo en dos años, con ciudades enteras de adictos a sus derivados analgésicos, específicamente a la heroína. Otra observación sociológica medular, otra profecía. En Fin de guardia no hay página que no recuerde la presencia del cuerpo y sus malestares: el cráneo destruido de Brady, sus escaras; la presencia dominante del hospital, la mujer parapléjica sobreviviente del ataque del Mercedes, la investigadora Holly con sus parches de nicotina y su fobia social, los dolores de la metástasis de Hodges, la artritis de los dedos del Dr. Babineau (cuyo cuerpo “toma” el asesino) y uno de esos finales largos y agotadores a la King donde la carrera contra la muerte habitual se mezcla con el cuerpo al límite. Fin de guardia no es un cierre ideal a una trilogía que se había iniciado con un libro excelente pero es una despedida a todo volumen de uno de sus más logrados personajes –Hodges, también Holly– y una reafirmación de su don como explorador del lado B de Estados Unidos: su territorio.