I.
Lo he dicho mal.
Lo he anulado.
Lo he quitado de la claridad, para ocultarlo.
Y me he reído.
Y me he condenado.
¿A qué precio venderán las medias tintas?
Hay que tener agallas para no espantar.
Pero, ¿qué escriben los que escriben?
¿Qué tiene que ver el odio con nosotros?
Basta.
Dejémoslo en manos de los dueños del mundo.
Vuelvo a decirlo mal.
Vuelvo a no decirlo, porque las palabras que no digo, dicen.
II.
La verdadera oscuridad no tiene nada que ver.
Los ojos cerrados no tienen nada que ver.
Y si el centro del mundo se ha movido, no tiene nada que ver.
Lo digo mal.
Lo anulo.
Lo disuelvo.
A mi alrededor no queda claro ningún amasijo.
Pero yo hago eso y mucho más.
Antes de que el verdugo me arranque la cabeza, salgo a decirlo mal.
Salgo a anularlo.
Salgo a disiparlo y ocultarlo.
Lo que oculto se agranda hasta cubrirlo todo.
Qué alivio.
Sólo queda mi rostro pálido y el silencio.
Hay cosas que no se deben decir.
Cosas para enterrarse en el ombligo.
Hay que procurarse un hundimiento lánguido.
Hay lugar suficiente para enterrarse todo el universo en el ombligo.
III.
Otra cosa que digo mal, que no digo, que anulo y oculto, es que mi corazón se pone negro cuando lo digo bien. Cuando escribo poemas limpitos el corazón se me ensucia. Se avergüenza de mí. Me niega. ¿A quién me daría entonces? ¿Sin mi corazón, para quién escribo?
IV.
¿Por qué lo digo mal?
¿Por qué no lo digo?
¿Por qué lo anulo?
¿Por qué no obedezco?
Yo no lo digo y si lo digo limpito ensucio mi corazón.
Y sufro un dolor horrible.
Como un orgasmo en medio de una violación.
Por eso no lo digo.
Lo dejo oculto.
Lo digo mal.
No lo digo.
Lo que no digo, lo que digo mal y lo que anulo,
nombra piedras,
nombra orugas,
nombra mujeres y abismos.
Cómo decirlo.
Allí están los dueños del mundo.
Todos conocen sus nombres.
Los saludan.
Se ponen de acuerdo para parecerse.
Se reúnen para reconocerse como propios y nunca como extraños.
Todos saben qué está bien y qué está mal.
Separan lo blanco de lo negro.
Afuera están los ladrones, las putas y los ahorcados.
Los dueños del mundo viven bajo techo.
Tienen termotanques y oficinas.
Se ponen rojos cuando yo lo digo mal.
V.
Que la mujer no diga.
Que la mujer diga crisálida, diga inmarcesible, diga maternidad,
diga silicona, diga papito pero que no se nombre a sí misma.
Que no nombre su sexo.
Que no se le ocurra comerse a cucharadas su propio sexo
porque los chefs de los dueños del mundo cacarean.
Las crisálidas cacarean.
Las estatuas de los templos cacarean.
Los pentágonos cacarean.
Los obispos y las obispas cacarean.
Lo he dicho mal.
Lo he anulado.
Lo he quitado de la claridad, para ocultarlo.
Y me he reído.
Y me he condenado.
Las palabras en carne viva, ¿son el alimento de los seres vivos?
¿A qué precio venderán las medias tintas?
Hay que tener agallas para no espantar.
¿Pero qué escriben los que escriben?
No queda más que lanzar la carcajada y clavarle el diente a la escritura.