Esta semana se conocieron los datos sobre el uso de la capacidad instalada de la industria durante el primer mes del año. No repuntan y se mantienen apenas por encima del 60 por ciento. Cuando se hace un promedio anual al menos un tercio de la capacidad permanece ociosa.
Cuando los datos se desglosan sectorialmente se observa también que la capacidad productiva que no se usa es importante incluso en sectores que solían funcionar a tope y a salvo de los ciclos, como refinación de petróleo (81,7) o las industrias metálicas básicas (67,4). El caso extremo es el del sector automotor, que sólo ocupa poco más de un cuarto de su capacidad (25,4 por ciento). Este último número debe cruzarse con los datos que llegan desde Brasil, ya que las terminales locales funcionan cada vez más como un apéndice menor del complejo brasileño, donde después de cuatro meses de recuperación la industria volvió a caer 2,4 por ciento en enero. Si el objetivo del deficitario sector automotor fuese la producción local resultaría sorprendente la algarabía constante de sus representantes gremiales frente al gobierno de Mauricio Macri. Pero el objetivo es otro, el sostenimiento de un mercado cautivo para un producto con precio oligopólico y con bajo estándar de calidad.
La conclusión más inmediata a partir de los datos de uso de la capacidad instalada es por qué habría de incrementarse la inversión si existe una importante capacidad instalada ociosa. Los números de las consultoras –para toda la economía, no sólo para la industria– aparecen en línea con esta conclusión. Luego de la recuperación del primer semestre de 2017 inducida por la obra pública, la inversión volvió a caer en la segunda mitad del año pasado. El Indicador Mensual de la Inversión del ITE-FGA, por ejemplo, mostró un crecimiento del 15,2 por ciento en 2017 luego de caer el 6 por ciento en 2016, pero con la dinámica expansiva frenándose luego del ajuste del gasto público posterior a las elecciones. No parecen raros, entonces, los chisporroteos con la heterogénea Unión Industrial Argentina, aunque en el discurso se intuyan componentes de marketing político.
Esta semana también se conocieron los datos de las exportaciones regionales, los que se comprenden mejor cuando se cruzan las exportaciones por provincia y por complejo exportador. El panorama emergente para la mayoría de las regiones es desolador. Sólo por citar algunos de los principales sectores, en 2017 se desplomaron las ventas externas de los complejos oleaginoso, frutihortícola, vitícola, tabacalero y algodonero. Cuando la comparación se realiza contra 2015, prácticamente no quedan complejos con números positivos. Se trata de un indicativo indirecto de que no hubo nada parecido a la recuperación de las “economías regionales”, las que fueron utilizadas como excusa para la eliminación o reducción de retenciones a las exportaciones.
A un nivel más general, lo que surge de este conjunto de números es un deterioro global del aparato productivo en combinación con escasez de la inversión. Mirando hacia el futuro inmediato la predicción sobre el comportamiento de la demanda de 2018 estará marcada fundamentalmente por el estancamiento del consumo (sus dos terceras partes) a partir del techo a las paritarias combinado con los mayores costos de los servicios.
El primer descubrimiento de 2018, entonces, es que en contraposición al optimismo gubernamental, lo peor todavía no pasó. Superada la mitad de su mandato la actual administración se encuentra muy lejos de haber sentado las bases para un aumento sostenido de la inversión y un relanzamiento del desarrollo económico.
El segundo descubrimiento de 2018 es que este fracaso en la economía real comienza a impactar también en los fundamentos teóricos que sostienen el modelo. Sus axiomas se desploman cotidianamente. El primero en quedar en desuso fue el famoso “teorema” del reemplazo del consumo por la inversión. No hubo aquí debate, sino números: ni chicha ni limonada.
Un segundo conjunto de axiomas que cayeron en desuso fueron los relativos a la causas de la inflación. Con aumentos de precios que mantiene una tasa anual por encima de los 20 puntos no sólo queda en entredicho el Sistema de Metas de Inflación, sino que se transforma en zoncera hablar de “desinflación” vía la comparación contra el shock del 40 por ciento de 2016. Adicionalmente, tanto el gobierno como los empresarios comenzaron a reconocer las causas reales del fenómeno, que no son ni la emisión monetaria ni el déficit fiscal, sino los cambios en los precios relativos: dólar, tarifas y salarios. El primero en dar el brazo a torcer fue el Banco Central cuando debió asumir que, efectivamente, las variaciones del tipo de cambio se trasladan a los precios internos. Luego, también los empresarios destacaron el peso de las tarifas de los servicios en la formación de precios y hoy reclaman contra la liberación del precio de los combustibles, otra tarifa, que no sólo aumentó, sino que se dolarizó.
La frutilla del postre fue el reconocimiento presidencial de la responsabilidad empresaria en el traslado de los mayores costos a precios, de no pelear por estos costos, especialmente los salariales, y de transferirlos directamente al consumidor. Reaparece así la teoría de la culpa privada contra la culpa del gobierno emergente de la emisión y el déficit.
Respecto del tercer precio relativo, el salario, el reconocimiento quedó en evidencia con el techo a las paritarias y el rechazo a cualquier cláusula gatillo. Hoy la lucha contra la inflación está subsumida y acotada a la lucha oficial contra la recuperación del poder adquisitivo del salario.