“Quien se interese en mi vida sepa que se trata de una vida abusada. He sido amigo en Valentín Alsina, amante en Nueva York y enemigo en mi propio cuerpo. Gitano, astro, grasa, jaja, llámenme como quieran y júzguenme si lo creen oportuno. Digo en mi defensa: no hay multitud ni gloria que sea antídoto para un lugar así. Damas y caballeros, en el escenario siempre estuve solo”. La voz en off de Antonio Grimau, en el cuerpo sufriente de un Sandro que, tras bambalinas, camina con dificultad y guarecido únicamente con su clásica bata roja y el tubo de oxígeno que lo acompañó durante sus últimos años, marcó el comienzo de Sandro de América, la ficción que esta semana se estrenó en Telefe (lunes a jueves a las 22.30). La serie, de trece episodios, cuenta la vida y obra de uno de los artistas más populares del país, en una producción que se encuentra a la altura del mito que rodea aún hoy a Roberto Sánchez y de la calidad estética y narrativa que impone la era dorada y global de las series. Desde la dirección, Israel Adrián Caetano demuestra que es posible construir una ficción popular con identidad de autor.
Sandro de América es mucho más que una ficción. En realidad, bien podría pensársela como una oda audiovisual al cantante que supo enloquecer a varias generaciones desde sus melosas canciones y movimientos pélvicos. La idea de hacer una biopic alrededor del Gitano era arriesgada: al fin y al cabo, el hombre despertó las más fervorosas pasiones en todo el continente. Nunca es sencillo iluminar a los ídolos populares. No poder traspasar el bronce impuesto por el mito, pasteurizar la imagen del artista que falleció en 2010 era una posibilidad tan cierta como la de defraudar a “las nenas”. Sin embargo, en sus primeros cuatro episodios Sandro de América logró construir una historia a semejanza de la figura que cuenta, en un tono en el que conviven el romanticismo con cierta cursilería, lo kitsch con lo grasa, la humildad del pibe de barrio con algunas actitudes soberbias. El homenaje con el que fue concebida la primera biopic de la ficción argentina no le impide abarcar las múltiples facetas que hicieron de Sandro un personaje tan único como misterioso.
Ese abordaje integral sobre la vida y obra del autor de “Una muchacha y una guitarra” vuelve a la serie una propuesta distinta, capaz de atrapar a sus legión de “nenas” como al televidente que durante años vio al cantante como una copia melosa de Elvis Presley. Adaptación televisiva de Esther Feldman del libro homónimo escrito por Graciela Guiñazú, la ficción no se limita a contar cronológicamente la transformación del joven entusiasta repartidor de vinos en Valentín Alsina al “Sandro de América” que cantó en el histórico Madison Square Garden de Nueva York. Por supuesto que la trama avanza a partir de cada uno de los logros artísticos del cantante, pero animándose a contar la intimidad del hombre detrás del mito, justamente uno de los aspectos menos conocidos de su vida. La relación que entabló con sus padres, sus mujeres, el vínculo con su manager, Oscar Anderle, y con la industria musical le aportan a la biopic mayor sustancia melodramática.
La conjugación de esos dos mundos, el público y el privado, construye una obra en la que se entrelaza el glamour y la estridencia de la realización del sueño del pibe con la intimidad más genuina del joven/hombre detrás del mito. La actuación de Agustín Sullivan en la piel del joven Sandro (luego vendrán Marco Antonio Caponi y Antonio Grimau) resulta imprescindible para la autenticidad del relato: su parecido físico con el Gitano impresiona, tanto como la justeza con la que lo interpreta arriba como debajo del escenario.
Claro que un actor solo no hace una buena ficción. Si en la era del consumo maratónico de series, Sandro de América fue el programa más visto de la TV abierta argentina en sus primeras cuatro emisiones (superando los 16 puntos de promedio), se debe principalmente a la factura técnica, estética y narrativa con la que se cuenta la historia. Israel Adrián Caetano le imprime al programa una identidad a imagen y semejanza del andar por la vida del protagonista. Hay una línea estilística inconfundible y particular, cierto preciosismo visual, que deja entrever una marca de autor aún en una serie para todo público. La puesta de cámara es capaz de ser funcional al relato sin perder virtuosismo, de asumir distintos planos y puntos de vista. Basta ver cómo cada una de las presentaciones en “vivo” de Sandro –set de TV, clubes sociales, grandes festivales– cuenta con puestas diferenciales. Incluso, el plano general de su época con Los de Fuego se convierte en primeros planos sobre su figura desde el momento que inicia su etapa solista.
Contenida por una trama musicalizada íntegramente con canciones de Sandro, que desde sus melodías y letras acompañan los diferentes momentos en la vida del ídolo, la historia avanza a través de dos niveles narrativos. Por un lado, desde la acción, contando los hechos más importantes de su vida artística y personal. Pero a su vez, el relato se enriquece con la irrupción cada tanto de la voz en off de Sandro en los últimos momentos de su vida, reflexionando sobre alguna de las situaciones que la ficción expone. El recurso de Sandro asumiendo el rol de espectador y comentarista –a veces melancólico, en otras juguetón– de la serie estrecha aún más el vínculo del televidente con la ficción, generando un grado de intimidad mayor. Un acierto de Caetano, que en Sandro... corrobora que sensibilidad popular no se reduce a género ni universo alguno.
Si bien la trama gira en torno al protagonismo absoluto de Sandro, no es menos cierto que el elenco acompaña su figura. Jorge Suárez en la piel de Vicente, el exigente y tradicional padre del astro, transmitió una ajustada emocionalidad. Luis Machín interpreta al entusiasta y paternalista representante de la primera época del ídolo con la solidez habitual, mientras Paula Ranserberg hace lo propio como su adorada madre. Calu Rivero como su primera novia y Hugo Arana como un voraz representante tampoco desentonaron. Tal vez el único detalle es cierto desfasaje entre el sonido y el playback en las escenas que Sandro canta. Un detalle que sobresale en una ficción que transpira autenticidad en cada escena.