En silencio, como corresponde, el débil y confuso gobierno de Michel Temer abre espacio creciente para que militares ocupen puestos clave. No hay nada parecido a una militarización del régimen civil, pero merece atención ese movimiento sin antecedentes desde el final de la dictadura militar que se impuso a lo largo de 21 años, entre 1964 y 1985.
Son tiempos sombríos, desde el golpe parlamentario que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff e instaló en el poder un conglomerado de lo que hay de más sórdido en la política brasileña, a empezar por el mismo Temer, sobre cuya cabeza flotan dos denuncias formales por corrupción, un pedido judicial de quiebra de sigilo bancario y dos investigaciones que seguramente se transformaran en nuevas denuncias.
Lo protege, de momento, el fuero especial asegurado por la Constitución. Pero a partir del primer día de 2019 Temer volverá a ser un ciudadano más, y a su espera habrá algún tribunal de justicia. Con el escenario político salpicado de barro sucio por donde se mire, se abrieron vacíos inquietantes. En sectores todavía insignificantes de la opinión pública se reiteran pedidos de ‘intervención militar’. Y en sectores todavía restrictos, pero claramente visibles, de las fuerzas armadas, especialmente del ejército, son frecuentes las manifestaciones contundentes criticando al gobierno de Temer en particular y a la clase política en general.
El pasado diciembre, por ejemplo, el general Antonio Martins Mourão, que ocupaba un alto puesto en la burocracia interna del ejército, dijo en una charla cuyo público era formado por apoyadores y nostálgicos de la dictadura militar que “el presidente Temer anda a los tropiezos y gracias a un balcón de negocios trata de llegar al final de su mandato”. Tres meses antes, frente a público idéntico, Mourão pidió que el ejército “imponga una solución” para la crisis política. Y en febrero, al pasar para la condición de general retirado, se despidió elogiando al fallecido capitán Brilhante Ustra, uno de los más sanguinarios torturadores de la dictadura.
Lo que más llamó la atención fue la reacción complaciente del comandante-general del ejército Eduardo Villas Boas, al no imponer ningún castigo contundente a su colega de tropa. A mediados de febrero Temer determinó la intervención militar en el estado de Río de Janeiro, entregando a un general, Walter Braga Netto, todo lo que se refiere a la seguridad pública. El caso sigue como tema de discusión y debate entre especialistas y estudiosos de seguridad pública.
Ha sido, en realidad, un vuelco radical en la política de Temer. Al darse cuenta de que no lograría hacer aprobar, en el Congreso, la reforma del sistema de jubilaciones –y perder su bandera de “reformista” y el rumbo que pretendía imponer a su política económica– el presidente optó por abrazar una causa de fuerte apelo popular, la seguridad pública, en un país cada vez más violento.
Tan visible movimiento, sin embargo, abrió ventanas para que otros movimientos llevados a cabo en silencio también se hiciesen visibles. Y, claro, preocupantes. Uno de los primeros actos de Temer, en el último trimestre de 2016, cuando recién se había apoderado del sillón presidencial sin un único y miserable voto popular fue recrear el Gabinete de Seguridad Institucional, que la presidenta Dilma Rousseff había disuelto.
Se trata de un puesto vital, que controla todo el sistema de información e inteligencia del gobierno. Temer eligió para el cargo a un general, Sergio Etchegoyen, quien viene de una tradicional familia de militares, cuyos antecedentes no son exactamente los mejores: varios de ellos están relacionados a denuncias de violación de derechos humanos durante la última dictadura.
Siempre en silencio, y en contradicción, nombró a un general como secretario ejecutivo de la Casa Civil, una especie de jefe de gabinete del gobierno. Al crear el ministerio de Seguridad Pública, entregó el Ministerio de Defensa, creado en 1999 por el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, a otro general. Ha sido el primer militar a ocupar un puesto que siempre tuvo un civil, precisamente para no privilegiar una de las fuerzas armadas sobre las otras dos, marina y fuerza aérea.
Y más: en el Ministerio de Justicia, la Secretaría de Estado de Seguridad Pública tiene a la cabeza, por primera vez, a un general. Retirado, pero general. Y otro general está, sin que exista explicación alguna, al frente de la Fundación Nacional del Indio, responsable por todos los complejos y delicados temas relacionados a los indígenas brasileños.
Otro detalle: hace poco, gracias a un proyecto de ley que tramitó con velocidad y silencio en el Congreso, el gobierno logró determinar que crímenes de militares contra civiles fueran juzgados no por la Justicia común, sino por la justicia militar. Cuyos tribunales, como corresponde, no son formados por juristas, sino por oficiales.
Por ahora no se avistan señales de peligro por semejante avance de militares sobre puestos antes destinados a civiles. Puede que no sea más que otra muestra de incompetencia e insensibilidad de un presidente ilegítimo. Pero conviene estar alertas. Para qué, no sé. Pero la verdad es que ando un tantito inquieto por todo eso. También por todo eso.