¿Cómo fue a parar Mario Klachko, arquitecto y escritor, a un manicomio en Francia, el lugar donde estuvieron la escultora Camille Claudel y el escritor Artonin Artaud? “Igual que Jacobo Fijman, internado a la fuerza. Y los lamentos y los aullidos, si no son los mismos, seguramente se parecían mucho a los que escuchaba Fijman. Por las noches, algunos gritaban hasta que los enfermeros venían a calmarlos, y durante el día vociferaban pero en un tono más bajo, pues si lo aumentaban los llevaban a unos reductos donde los encerraban hasta no se sabía cuándo”. El “loco” que narra en primera persona –afectado por una gran depresión y con varios intentos de suicidio– está siempre con un libro en la mano; es un lector empedernido que cuando tiene que contar su pasado como militante político del PRT-ERP adopta una estrategia narrativa extrema y radical: la tercera persona, como si fuera otro, como si se desdoblara en un sujeto que toma distancia para recapitular y cuestionar ciertos aspectos de acciones en las que participó, como el secuestro y asesinato del presidente de Fiat, Oberdan Sallustro, el 21 de marzo de 1972. La novela Ville Evrard (Catalpa), de Klachko, no tiene un gramo de invención, pero usa las principales armas de la ficción y los géneros –el relato autobiográfico al mejor estilo crónica, mezclado con una especie de policial político vertiginoso– para narrar las experiencias vividas.
No es exagerado decir que a Klachko lo curó o lo salvó de la locura la cantidad de libros que leyó en Ville Evrard, el nombre del primer hospital público psiquiátrico en el que estuvo internado. “La lectura me permitía un nivel de abstracción maravilloso. Era el arma que tenía. No escribí una palabra en ninguno de los dos lugares donde estuve internado, pero leía todo el tiempo”, recuerda el escritor en la entrevista con PáginaI12, con el orgullo de quien sobrevive a los bajos fondos y extravíos de la mente. “Después de haber escrito un montón de cosas cortas, empecé los primeros capítulos de la novela, donde hay vueltas al pasado, por ejemplo cuando vuelvo al servicio militar, en San Nicolás de los Arroyos. Entonces quise contar todo, desde mi militancia hasta que me vine a Francia”, explica Klachko.
–Una de las tensiones que aparece en la novela tiene que ver con la IV Internacional, y la disputa que se planteó entre seguir o no con la lucha armada. ¿Cómo vivió esa discusión?
–Yo escuchaba con atención los argumentos de José Páez y de Hugo Blanco, que se oponían a la política guerrillera. Blanco había sido un dirigente peruano indio que había armado una revolución campesina muy importante en Perú. Cuando se dio el golpe de Estado de Videla, ya era evidente, varios meses antes, que el apoyo de la gente a las acciones guerrilleras había cambiado radicalmente, ya sea por miedo o porque estaban cansada. En el 71, en el 72, cuando fue lo de Trelew, la gente estaba dispuesta a apoyar las acciones armadas, a no decir nada. Pero eso, poco a poco, fue cambiando.
–En la novela narra cómo fue el secuestro y asesinato de Oberdan Sallustro, el director de Fiat Argentina. La historia “oficial” lo pone a usted en el lugar del hombre que disparó y lo mató, pero en la novela cuestiona que se decida matarlo y aclara que no fue quien disparó.
–En ese momento teníamos la esperanza de negociar una salida. Había dos personas ahí: Julián, que murió un año después en Córdoba, y yo. Yo no tenía el más mínimo respeto por Sallustro. Que a Sallustro lo mataran o no lo mataran me daba lo mismo. Pero en ese momento pensé: si estamos negociando, no podemos entregar un cadáver. Era una cuestión de lógica. Pero yo no fui el que lo secuestró. Lo secuestró otra gente y lo llevó a un lugar de donde hubo que sacarlo corriendo, cuando un médico que lo iba a visitar todos los días cayó, y quien dirigía en aquel entonces el PRT-ERP, Benito Urteaga, decía que como el médico era homosexual iba a hablar en la tortura o iba a ser seducido por sus torturadores. Entonces se lo llevó a Sallustro a una casa que no estaba adaptada para esa función, que era la casa de la calle Castañares, que yo acababa de alquilar. Me negué a disparar y a matar a Sallustro y fue Julián el que lo hizo. Disparé contra el comisario que entró, eso no lo niego, fue así: me quería matar a mí y yo le tiré a él. Lo que hice, no tengo ninguna razón para negarlo. Lo que no hice, me parece que es correcto decir que no fue así. Lo que se cuenta sobre el Banco Nacional de Desarrollo (Banade) en la película que mezcla documental con ficción, Seremos millones, no fue así, fue de otra manera. ¿Qué interés tiene acercarse más a la verdad? No lo sé, pero es lo que prefiero.
–¿Por qué se cuentan estas versiones de la historia que están alejadas de la fidelidad a los hechos?
–Lo que alguien cree que es memoria no es algo que esté pegado a los hechos, sino que es cómo se recuerdan los hechos treinta, cuarenta o cincuenta años después. En el caso de Seremos millones, el haberse atribuido la organización y la acción del Banco Nacional de Desarrollo es totalmente falsa. Lo único que puedo decir de eso es que ellos –Oscar Serrano y Ángel Abus– quieren darse un rol que les gusta más que el que realmente tuvieron. Ellos saben muy bien quiénes fueron los que asaltaron el Banco de Desarrollo.
–¿Puede haber algo de heroísmo en atribuirse un protagonismo que no tuvieron?
–Sí. No me parece un pecado tan mortal atribuirse cosas que uno no hizo, pero lo cierto es que fueron otros –Vicente Fernández Palmeiro y Miguel Pais– que se ocuparon de dibujar todos los circuitos de las alarmas y de aplicar una pinza con forma de diente de rata. Fue con eso que uno de los “ángeles”, como se los bautizó en la organización, cortó un cable y ahí empezó a sonar todo. Cuando llegó la inspección, dijo “fue una rata”.
–En una parte de la novela se lee lo siguiente: “Pero Mario, por entonces guerrillero aguerrido aunque políticamente ignorante, siguió su camino hacia el desastre absolutamente convencido de que hoy eran 1000 militantes, mañana 2000, pasado 10000, y así hasta ser los suficientes para derrocar al capitalismo e implantar el socialismo”. ¿Por qué, a pesar de que había datos de la realidad que confrontaban el optimismo militante, había una esperanza de que la revolución era posible?
–En los años 70 todos creíamos que la revolución era posible, no solamente en la Argentina sino en otros países: en Uruguay, en Chile, en Francia, en Italia. ETA creía que sus acciones los iban a conducir a la independencia y a la revolución socialista en el País Vasco. Había ejemplos de países donde se expropió a la burguesía. Atención, que la revolución es una cosa y expropiar a la burguesía es otra. De Gaulle también expropió a una gran parte de la burguesía en Francia después de la Guerra, pero eso no quiere decir que Francia fuera socialista. En aquel entonces, se creía que tomar el poder y hacer un gobierno diferente al de la Unión Soviética, diferente al de China, era una cosa simple. Y en realidad se demostró luego, por otras experiencias que hubo, que no era simple. No hubo ningún ejemplo en las revoluciones con carácter más o menos socialistas en Asia, en América latina y en África del Norte, que no se convirtiera rápidamente en un monstruo. Eso es lo que le iba a pasar al PRT si por alguna razón que desconozco hubiera podido tomar el poder. El único país donde se estuvo a punto de tomar el poder fue en Uruguay. Los tupamaros podrían haberlo hecho porque llegaron a un acuerdo con toda un ala del Ejército para hacer un gobierno revolucionario con características entre democráticas y socialistas. ¿Imagina una alianza entre el PRT-ERP, Montoneros y un ala del Ejército argentino? Imposible, ¿no?
–Hay que ser muy imaginativo...
–Exactamente. Todo el mundo creía que era posible hacer la revolución. ¿Por qué se echaron atrás los tupamaros? Porque plantearon que Uruguay iba a ser un Vietnam y en veinticuatro horas, la Argentina, Chile y Brasil los iban atacar, y los tupamaros iban a aguantar una semana. Uruguay es un país tan distinto... He hablado mucho con extupamaros, y con una organización que es poco conocida en la Argentina y que era muy poderosa en Uruguay, el OPR-33, los que robaron la bandera de Artigas. Era una organización anarquista que fue a la Argentina a rescatar uruguayos que habían quedado encerrados entre Videla y Pinochet. Ellos sacaron un montón de gente.
–En un momento de la novela roban un camión con alimentos en Mar del Plata y cuando lo llevan a una villa miseria casi todos gritan: “¡Viva Perón!”. ¿Por qué el pueblo mayoritariamente ha sido y es peronista?
–En ese momento de la novela recuerdo lo que mi papá, que empezó trabajando como obrero en un frigorífico, me dijo: “Hay mil razones para que los obreros argentinos sean peronistas. Yo no soy peronista porque prefiero el socialismo y porque Perón es un fascista”. Perón tenía una cosa muy clara: o bien era él o bien el comunismo. El anarquismo y el comunismo todavía eran potentes y las burguesías de todos los países del mundo estaban aterrorizadas con la posibilidad de una revolución comunista. De ahí que un tipo como Perón pudo surgir por el pánico que tenían con respecto a la posibilidad de una revolución comunista. Por esa razón también surgió Hitler; los dos partidos, tanto el socialista como el comunista juntos, tenían el doble de votos que él. Hitler ganó porque los dos partidos fueron separados. ¿Cómo la burguesía alemana le dejó el camino libre a un loco como ese? Porque prefería al loco que al comunismo.
–¿Por qué las izquierdas nunca lograron generar fervor y adhesiones intensas en las clases trabajadoras?
–Ojo: si tomás la Argentina de los años 30, el anarquismo tenía mucha influencia en los trabajadores. Después, en las primeras elecciones que ganó Perón, el Partido Comunista llamó a votar al candidato que estaba en contra de Perón, diciendo que Perón era un fascista. Como política era una locura total. ¡Qué le importa a un obrero argentino de la construcción, que hace una huelga por salarios, respetar los intereses estratégicos de la Unión Soviética! Era un delirio, ¿no? Eso explica cómo poco a poco partidos que tenían una cierta influencia en la clase obrera la perdieron. El Partido Comunista era la principal organización en aquel entonces. Y ni hablar de los socialistas, que también estaban con el apoyo al esfuerzo de guerra. Son consideraciones prácticamente imposibles de decírselas a alguien que sale a la calle a hacer una huelga por salarios. “Aguantate con este salario, estás mal pero no importa, esperemos que la Unión Soviética gane la guerra”... ¿Y? Es un absurdo, ¿no? Eso explica por qué la izquierda no se levantó nunca.
–¿Sigue siendo trotskista hoy? ¿Cómo se define?
–Soy trotskista históricamente. El trotskismo tenía mucho sentido en el momento en que había una pelea terrible con el estalinismo. Hoy en día, desde el punto de vista de que el estalinismo no dirige nada más, tendríamos que discutir cómo calificar a regímenes como Corea, Vietnam y China. Sigo considerándome trotskista y creo que una revolución socialista es posible. Un Estado no es posible. No tengo la receta, pero algo está pasando y la gente resiste. Esa resistencia, algún día, puede llegar a formas de organización que ya no creo que vayan a ser un partido político armado jerárquica y piramidalmente. Sí creo que puede haber nuevas formas de organización en la gente que resiste que permita dirigir un país sin Estado. O en todo caso sin dinero, sin explotación. Me da la impresión de que no voy a verlo.
–¿Por qué no volvió del exilio?
–Pensaba que iba a volver. Tuve un intento serio de volver en las elecciones de Menem, cuando hubo un diputado trotskista, Luis Zamora, y Silvia Díaz en La Plata. Volví a una reunión que se hizo en la Argentina de la Internacional, influida por Nahuel Moreno, que ya había muerto. Entonces llegué y los que dirigían la organización en ese momento me dijeron que en vista a una “insurrección que era inminente”, tenía que encargarme de formar el ala militar de esa organización. Sentí que estaba soñando cuando me decían eso. Después lo analicé tranquilamente, y me tomé el primer avión que pude y me volví a París... Era una locura total. En este lío no me meto, iba a ser otra carnicería.