Pasaron más de dos décadas desde la primera edición de Valentino en Buenos Aires, el libro en el que Sergio Pujol rastrea Los años veinte y el espectáculo en esta ciudad del sur del mundo, en aquellos años también lejanos. Aquella aparición fue, de alguna manera, fundante: se trató de uno de los primeros estudios culturales enfocados en eso que hoy se llama “espectáculo”, analizado en su desarrollo por estas tierras. La reedición de este libro, corregida y actualizada en el sello Gourmet Musical, lo muestra como un texto que mantiene su valor tanto por la investigación que despliega, como por el desarrollo del análisis y el modo ágil en que se narra una historia llena de hitos y vericuetos. 

“A principio de los 90 los temas de cultura popular y cultura de masas estaban un tanto descuidados, o eran encarados parcialmente: el teatro, por un lado; el cine nacional, por otro. Y obviamente el tango, que, salvo los trabajos de Jorge Rivera y Blas Matamoro, era visto de una manera descontextualizada. No había muchos trabajos que dieran cuenta de la cultura como constelación de una determinada época”, rememora Pujol sobre el contexto de aquella primera edición. “Mi propósito era, digamos, intentar hacer una reconstrucción histórica de la cultura. O de esa parte de la cultura que aún hoy llamamos ‘espectáculo’”, puntualiza. Por entonces el historiador ya había escrito libros también reconocidos como Jazz al sur y Como la cigarra. sin embargo, cuenta, todavía no tenía claro que iba a especializarse en historia social de la música argentina. 

El título podría parecer un contrasentido: la gran estrella internacional Rodolfo Valentino nunca estuvo, en verdad, en Buenos Aires. Sin embargo a partir de esta figura, como gran símbolo del espectáculo en tiempos de surgimiento de la cultura de masas, Pujol construye una historia social del espectáculo, de la cultura de masas y las industrias culturales en los principios del siglo pasado en la Argentina, cuando todo estaba siendo de algún modo “fundado”. 

–¿Hay algún rasgo de aquella “fundación” que haya marcado a la industria del espectáculo local, cuyas consecuencias puedan rastrearse en alguna forma propia de la actualidad?

–Pensemos en la radiofonía, que inicia su historia mundial en la azotea del teatro Coliseo con la transmisión de Parsifal de Wagner (justamente esa obra, en una época de fuerte presencia de los wagnerianos en Buenos Aires). Es un hito comunicacional, pero más ampliamente cultural. Y decisivo en la distribución de ese bien cultural inmaterial llamado música. Otro tanto se puede decir del ascenso y consolidación de Carlos Gardel en la cultura del tango. Con Gardel en Argentina, Bing Crosby en Estados Unidos o Maurice Chevalier en Francia empieza un proceso de vedetización del cantante popular, que hasta cierto punto, releva al tenor lírico. ¿No seguimos adorando a los cantantes, cualquiera sea el género al que pertenezcan? Y si observamos la modulación estilística de Gardel, que empieza cantando estilos criollos y termina su carrera con “El día que me quieras”, podríamos afirmar que su aspiración, en parte lograda, de consagrarse como estrella panamericana planta la semilla de lo que hoy llamamos “cantante pop latino”, que para su construcción perfecta requiere de mediaciones como el disco, la radio y el cine. Desde luego, en los ‘20 aparecen las primeras cancionistas, de Rosita Quiroga en adelante. Creo que la cultura de los años ‘20 participa en nuestro presente, aunque no estemos muy conscientes de eso.

–Toda esta historia transcurre en Buenos Aires. ¿Cómo se va dando esta “fundación” en el interior del país? 

–Es cierto, los años veinte que yo cuento son muy porteños, porque un dato clave de la época es la modernización urbana, que empieza unos años antes y vive un auge especial cuando se estrenaban las películas de Valentino. Incluso el debut de la compañía de Andrés Chazarreta en Buenos Aires tuvo más repercusión intelectual que de prensa. De todos modos, aquella Buenos Aires está llena de ruralismo, de una cultura orillera que dialoga con el campo. Ahí está la figura del “cantor nacional” como verdadera categoría del mercado discográfico. Obviamente los payadores seguían reinando en el canto popular. En los sainetes de los 20 el campo está presente, generalmente como espacio de fuga y refugio de los sectores acomodados. También en el cine hay campo y provincia. Si bien es algo anterior, el film Nobleza gaucha presenta al habitante rural como un ser puro e incontaminado por la vida de ciudad, en esencia canalla. Y toda la literatura de folletín, que crece exponencialmente en los radioteatros de fines de los 20 y comienzos de la década siguiente, está poblada de gauchos buenos y gauchos matreros. Tampoco el circo criollo ha desaparecido del todo en los veinte. Difícil encontrar un porteño de entonces que no supiera nada de Juan Moreira.

–¿Hubo alguna idea previa o preconcepto que haya que tenido que descartar tras la investigación sobre la cultura de masas de aquellos años en la Argentina?

–Lo que tal vez más me sorprendió fue el rico diálogo entre nacionalismo y cosmopolitismo. Es un tema bastante investigado en el campo de la “alta cultura”, pero poco y nada en el de la cultura popular. Las hibridaciones que se operan en esos años entre elementos locales y extranjeros son muy interesantes, y terminan siendo decisivas en la matriz de la cultura de masas de los años siguientes. Pienso en el cine nacional de género, lógicamente, pero también en ciertas orquestaciones de música popular que asimilaban recursos de la música norteamericana con gran plasticidad, y en una situación de cierta igualdad de fuerzas. Por más que muchos europeos o norteamericanos creyeran que Río de Janeiro era la capital de la Argentina y cosas por el estilo, Buenos Aires como espacio generador de cultura tenía una fuerza arrolladora, y temeraria. Podría decirse que Valentino estaba en Buenos Aires, pero también Buenos Aires en Valentino.