“Mi hija dice que soy medio ególatra”, dijo alguna vez, medio en chiste y medio en serio, el Tata Cedrón, que nunca se calla nada. Que sale sin filtro, como debe ser. Pero este artículo habla de un disco, no es una caracterización moral o el análisis de cierta psiquis, y lo que da para pensar, espiando entre las hendijas de su obra, desmiente lo dicho. La parte uno del CD doble que el guitarrista, cantor y compositor publicó tras cinco años de silencio discográfico, es un noble homenaje a otros. Y si es un homenaje a otros, entonces hay que relativizar –aunque no soslayar– el grado de ego que le concierne al creador del cuarteto que revolucionó al tango, cuando al tango le quedaba poco de revolucionario. La parte uno, la más atenta a la otredad, se llama Velay y está dedicada al folklore. A obras clásicas y otras que también lo son, pero que no fueron tan difundidas. Entre las primeras, podrían ubicarse “Pampa del chañar”, la creación maestra del astro cuyano Buenaventura Luna; la bella “Canción del Jangadero”, de Jaime Dávalos y Eduardo Falú, en la que el Tata parece transformarse en una especie de Ramón Ayala salteño, que le canta al alto Paraná; “Viene clareando”, en finísima versión que hace quedar muy bien parados a sus creadores (Atahualpa Yupanqui y Segundo Aredes), y “Juro amarte”, de su amigo Jaime Torres, que emerge como un bellísimo brote desde la raíz hasta esa frontera entre campo y urbe, en la que tan bien se mueve el Tata.
Entre las no tan difundidas aparece “La tropilla”, del uruguayo Santiago Rocca y Mario Pardo, que Cedrón y su grupo (Roger Helou, en piano; Horacio Presti, en guitarrón, y Nicolás Arroyo, en bombo leguero) traducen en forma de pampa campera “casi” pura, apenas mechada con pinceladas de hispanismo musical. También una dinámica y festiva –teniendo en cuenta los parámetros del intérprete, claro– de la riojana “Tuna, tunita”, perteneciente a la juntada Luna-Tormo-Canales; otra, más ralentada, de “Me voy para la pampa”, en la voz de su creador Horacio Presti, y uno de los grandes hallazgos del trabajo: un poema del inmenso Leopoldo Marechal, musicalizado por el Tata, llamado “Huella del cariño” (“El árbol del cariño tiene dos hojas / Yo no busco la fácil, busco la otra”). Velay, cuyo subtítulo da en su esencia (Música de tierra adentro), refrenda entonces la entrega incondicional del compositor para con las músicas y las prosas criollas. Y lo reubica en el sitial de ser uno de los mejores exponentes de tal senda estética.
El disco dos no le va en zaga, pero es más universal. Se llama Mojarrita Porá, se subtitula a tono como “La música amontonada del mundo” (frase de Raúl González Tuñón), y mezcla grabaciones recientes y/o inéditas. Poemas del mismo Tuñón (“Barnabooth”); Ramón Ayala (“El cachapecero”); Luis de Camoes, una especie de Cervantes portugués, que vivió entre 1524 y 1580 (“Siempre durará”); o Francisco Quevedo, otro vate trasatlántico de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, a quien Cedrón trae a través de “Amor contante mas allá de la muerte”, cuyo tratamiento musical es lo más parecido a las álgidas épocas del tándem Gelman-Cedrón. Pero el sombrero hay que sacárselo del todo hacia el final, y dos veces. Una ante “Los heraldos negros”, enorme poema de César Vallejo, cuya música recuerda al Cedrón de la Cantata del Gallo Cantor, y otra ante “Juan del disturbio”, donde el Tata utiliza al santiagueño y planetario Homero Manzi, para mostrar su verdadera hilacha a través de la tan bellísima como sórdida “Juan del disturbio”: “Dentro del tango, cabe la vida”.