Los recientes chispazos entre el gobierno y la Unión Industrial Argentina resultan reveladores de las frustraciones generalizadas que promueve el modelo económico. El contrapunto no expresó el reclamo de la industria en su conjunto, sino que -si se atiende a los nombres y ámbitos de pertenencia de los dirigentes empresariales involucrados- manifestó el malestar de un sector muy particular: la todopoderosa industria alimenticia. Con algo más del 30 por ciento del empleo y del valor agregado industrial, el procesamiento de alimentos y bebidas es el eslabón más grande y consolidado de la matriz fabril argentina. De allí lo significativo que trasluce la polémica: si el modelo es disfuncional para el sector líder de la industria, ¿qué puede esperar el resto de las actividades productivas?
Que el Gobierno no haya impulsado ninguna iniciativa para reconvertir o, al menos, diversificar la matriz productiva local no resulta sorprendente. La teoría económica ortodoxa, que nutre y sustenta a todo gobierno liberal, ofrece un mandato inequívoco: cada país debe orientar su especialización productiva sobre la base de sus ventajas comparativas. Es decir, debe apostar por aquellos bienes en los que sea más competitivo y resignar utopías transformadoras. Bajo esta lógica, se nos dijo, la Argentina debía volver a las fuentes y transformarse no ya en el granero sino en el “supermercado del mundo”. Con reglas racionales como la eliminación de las retenciones, la liberación del comercio internacional y la desregulación del movimiento de capitales florecerían las inversiones y avanzaríamos hacia ese objetivo.
Pero la realidad es terca. Nuestro país no sólo no devino en el supermercado del mundo sino que el mundo posicionó aceleradamente sus alimentos en las góndolas de los supermercados argentinos. Los números oficiales muestran que las exportaciones argentinas de alimentos procesados y bebidas tuvieron un crecimiento nulo entre 2015 y 2017, mientras que las importaciones de esos productos aumentaron un 36 por ciento. Estas tendencias se combinaron con una caída del consumo interno, por lo que la industria alimenticia contrajo su producción 1,2 por ciento durante 2016 y 1,4 por ciento en 2017. Asimismo, se perdieron unos mil cuatrocientos puestos de trabajo formales en el sector.
No sorprende que el actual esquema económico no ofrezca espacio para el desarrollo de los segmentos industriales –y de servicios asociados– más intensivos en tecnología y conocimiento. Pero que tampoco se los ofrezca a la poderosa industria alimenticia -y suscite el llanto de sus representantes frente a las conservas de tomate italiano- representa un manifiesto desengaño del modelo bajo sus propios términos.
* Economista de la Universidad Nacional de Quilmes.