El amor en psicoanálisis es un fenómeno paradójico. Aunque no menos que en la vida cotidiana, donde también se manifiesta de las maneras más extrañas. Es el caso de muchos varones que, desde niños, no han hecho más que expresar su gusto por una chica a partir de actitudes agresivas, como tirar del pelo, hasta el desprecio y la degradación; o bien el de muchachas que pueden fingir indiferencia o desinterés, para que el amor “no se note”.
En la práctica del psicoanálisis también el amor se actualiza invocando a su contrario. No hay nada más lejos del amor en un análisis que el interés por la persona del analista. Estos episodios suelen ser un obstáculo (ni siquiera una resistencia), y están mucho más cerca de la sugestión (y, por lo tanto, de la idealización) que del análisis. En un análisis el amor suele presentarse a partir del reproche, la queja, el desinterés, etc. No son pocos los pacientes que, por este motivo, no quieren saber nada de la persona del analista e incluso, eventualmente, se alarman ante la posibilidad de encontrárselo en la calle u otro lugar que no sea el consultorio. Dicho de otra manera, aquél demuestra de este modo que, antes que una persona, es un objeto.
Con un objeto se pueden hacer muchas cosas. Recuerdo el caso de una paciente que se enojó ante la posibilidad de que una amiga suya le pidiera mi teléfono; pero también el de otra mujer que enviaba a consultar conmigo a las más diversas personas de su entorno… como un modo de sostener otra queja celosa, esta vez respecto del tiempo que en las sesiones dedicaba a cada una. Un analista es un objeto que, incluso cuando se comparte, no se presta.
Esta reducción de la persona al objeto es un rasgo propio del amor. Es un hábito distinguir en toda relación entre dos fases: la del enamoramiento y la del amor. En cierta medida, el enamoramiento implica la fascinación por el otro; mientras que el amor… ¡el amor muchas veces comienza luego de una primera pelea! Nada une más que el espanto. Incluso en algunas parejas, las fricciones funcionan como causa del erotismo (no sólo en la reconciliación). Es en el conflicto que la fascinación se convierte en pacto, y este tipo de lazo toma la forma del autoerotismo: el otro asume el lugar de una voz con la que se cuenta, una mirada furtiva u otro modo de satisfacción pulsional.
Lo mismo ocurre en un análisis: a partir del momento en que un paciente ya no quiere saber más nada de su analista… puede ser que se dedique a espiarlo. Recuerdo el caso de una mujer que, en cierta ocasión, me solicitó amistad en Facebook. Decidí aceptarla, ya que poco genera más encanto que la sustracción. En la siguiente sesión relató el episodio, y me dijo: “Te eliminé. Tu vida es un embole”. Por cierto, más allá de la conclusión trivial de que la vida de un analista es como la de cualquiera, lo interesante es el lugar en que un analista puede quedar localizado: un objeto que “embola”, un resto aburrido que puede ser descartado, etc. Esta misma localización es la que puede apreciarse, discrecionalmente, en la manera en que cada paciente se despide: están aquellos que con rapidez responden al saludo como una orden, mientras que otros se regodean en busca de una última palabra, y otra más y otra más.
En este punto es que surge una pregunta por la llamada “neutralidad” del analista. No se trata de que el analista no tenga ideas, o que se esconda de sus pacientes (siempre me pareció graciosa esa timidez defensiva entre colegas), sino de que en el tratamiento pueda hacer semblante de ese objeto que, en el amor, muchas veces, es el más odiado.
Jacques Lacan acuñó una expresión para dar cuenta de este movimiento. “En ti más que tú”. El amor, en última instancia, siempre es una suerte de “mutilación” del otro. Por eso, podría decirse, ¡siempre cuesta tanto! El amor no se reconoce como un sentimiento transparente, sino a partir del rechazo del amor. O, dicho de otro modo, el amor se expresa a través del rechazo. En la queja respecto del amor, cada sujeto busca aferrarse a una posición narcisista contra el autoerotismo. Y aquí es donde los caminos del amor en la vida cotidiana y en el análisis se distancian: mientras que en aquella el reconocimiento se impone como una referencia (en la medida en que cada uno quiere ser amado por lo que es), en el análisis esta distancia no se produce, es lo que Gérard Pommier ha llamado un “amor al revés”; aquí es donde comienza lo que suele llamarse el “análisis de la transferencia” como resorte crucial del tratamiento, que no es de otra cosa sino el análisis del modo singular en que cada uno se relaciona con ese objeto que es una voz, una mirada, una desecho o nada más que una exigencia de presencia.
Muchas veces los psicoanalistas que idealizan la noción de neutralidad, como si fuera una especie de pureza ideológica (que, hoy en día, se padece como justificación de una irresponsabilidad política que, como siempre, es funcional a las posiciones de derecha), son los que luego no están dispuestos a admitir ser despreciados, olvidados, etc. En fin, en nombre de la neutralidad se puede rechazar el amor. Esa puede ser la neurosis de un analista. El analista no puede pedir ser amado. Porque nadie puede pedir algo así.
En definitiva, el análisis no es de otra cosa más que de la manera en que cada uno ama. Esta es una diferencia sustancial entre el psicoanálisis y otras ofertas terapéuticas. Mientras que estas apuntan a la adaptación o la solución de problemas que parecieran importantes, el psicoanálisis es una opción de tratamiento de lo que siempre es urgente: el amor.
* Psicoanalista, doctor en Filosofía y doctor en Psicología por la UBA, donde trabaja como investigador y docente. Cocoordinador de la Licenciatura en Filosofía de UCES. Este artículo remite a ideas de su último libro Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina, publicado por editorial Galerna.