Mi abuela Sara nació en Jedwabne, Polonia. A los 14 años, su padre decidió mandarla hacia Argentina, ya lo había hecho con sus otros hijos antes, cansado de pogroms y brutalidades de las que eran víctimas los judíos en ese pequeño pueblo de apenas 3000 habitantes, donde la mitad eran judíos. El se quedó. Y muy probablemente haya sido asesinado por sus vecinos ese 10 de julio de 1941, cuando los alemanes llegaron a la entrada del pueblo y los mismos polacos les dijeron a los nazis a viva voz “no necesitamos de ustedes, nosotros podemos hacerlo solos”. Y cumplieron: los arrearon a todos hasta un granero donde los encerraron, prendieron fuego el lugar y al que lograba salir, lo mataban a hachazos y cuchillazos. Lo peor de la especie humana sucedió, los polacos antisemitas lo hicieron.
Cómo hizo mi abuela con 14 años para viajar sola desde esa región profunda de Polonia hasta algún puerto donde saliese un barco para estos lares, es para mí una incógnita. Cómo hizo para sobrellevar sola tres meses de viaje una menor. Otra incógnita.
Siempre la admiré por su valentía e inteligencia.
Falleció en 1985. Desde entonces me dije: quiero ir a Jedwabne a conocer el lugar y verle la cara a sus vecinos.
Hace un par de años, me decidí y viajé a Varsovia. Alquilé un auto y manejé hasta Lomza, la ciudad más importante cercana al pueblo, adonde llegué una noche lluviosa.
Dormí en un hotel y, al día siguiente, partí en soledad, con una ansiedad indescriptible, a cubrir los 15 kilómetros que me separaban de Jedwabne.
Mi único objetivo era caminar por el pueblo y conocer el granero donde sucedió todo, convertido desde 2001 en un pequeño monumento, cuando el gobierno de entonces decidió pedir perdón por su responsabilidad en el genocidio, con el rechazo de los habitantes del pueblo.
Dejé el auto en la plaza principal y caminé alrededor de ésta en busca de alguien que me pudiese indicar cómo llegar hasta el granero. Muy pronto me di cuenta de que todos sabían que yo no era de allí. Paré peatones, entré en un almacén a preguntar, simulaban no entenderme, me evadían. Hasta que salieron tres mujeres de un pequeño autoservicio y una de ellas de dijo: “Sí, yo sé dónde es” y me dio indicaciones: “Caminá tres cuadras para allá, doblás a la derecha, luego a la izquierda”. Muy simple, pero no lo encontré, decidí tocar timbre en un par de casas y la gente se negaba a responderme. Estaba a metros del lugar y nadie era capaz de mostrarme, era evidente el miedo a que yo viniese a reclamar por la propiedad robada a mis ancestros.
De pronto se acercó un auto por la calle, paró a mi lado, bajó la ventanilla. Era la mujer que me había indicado el camino, corrió las bolsas con sus compras del asiento delantero y me invitó a llevarme. Era muy, muy cerca. Me contó que ella era de otra región de Polonia, que hacía diez años que vivía allí y que conocía perfectamente la historia. Me emocionó su gesto y le agradecí.
Finalmente, yo estaba en el predio. Es del tamaño de un granero grande, pero solo rodeado por una pirca de piedra de un metro de altura. En el medio, un gran monolito con alguna inscripción ya ilegible y muchas velas, vasitos con velas, banderitas de Israel, todo en un estado de abandono grande.
Decidí ordenar el lugar, me arremangué y en un par de horas limpié prolijamente todo y encendí las velas. Gente que pasaba caminando o en auto, me miraba, nadie se acercó.
A media tarde, estaba cansado y con hambre. Me despedí del lugar y regresé a la plaza por las calles linderas. La gente que estaba en el umbral de sus casas se metía adentro a medida que yo avanzaba. Era una escena que no puedo describir. En la despensa, compré un sándwich y una bebida y me senté en la plaza a comerlo, observar el pasar de la gente y el intercambio de miradas.
Estuve horas en Jedwabne, con una emoción incontenible porque entendía que esto que estaba haciendo era una reivindicación de las víctimas, que lograba con mi pequeño gesto decirle a ese pueblo, lleno de descendientes de asesinos, que no olvidamos lo que hicieron sus ancestros. Ni los queremos perdonar. Ya no están las víctimas, asuman que muchos de sus padres fueron asesinos.
Abuela Sara, conocí de dónde viniste y por qué viniste. Prendí unas velas en memoria de tu padre y sus vecinos.