Desde Barcelona

UNO Hay algo siempre perturbador en la contemplación de una persona contenta, piensa Rodríguez. Para empezar no abundan, cada vez son más escasas y, probablemente, sean una especie en extinción. Rodríguez se refiere, claro, a las personas completa y absoluta y permanentemente contentas. Hay, sí, bastantes (no demasiadas) personas contentas a tiempo parcial y con cada día que pasa surgen más y más personas que alguna vez estuvieran contentas pero ya no volverán a serlo. 

Y ahora, claro, hay que andar con mucho cuidado: porque estamos en la temporada de los contentos por obligación, por reflejo automático, por falsificación. Los contentos a base de villancico, arbolito, almuerzos maratónicos de oficina, optimismo de billete de lotería o estreno de la nueva variación Star Wars ahora marca Disney, quien cumple cincuenta años de inmortalidad (y Rogue One no está nada mal, que está muy bien, y que oscura y sorprendentemente arranca como Inglorious Basterds de Tarantino y culmina como The Wild Bunch de Peckinpah, piensa Rodríguez). Son los contentos histéricos que alguna vez fueron pequeños contentos que creían en Papá Noel y en los Reyes Magos y ahora creen en cualquier cosa para distraerse del hecho de que ya no creen en sí mismos y de que nadie cree en ellos. Aquí vienen y allá van, entrando y saliendo de El Corte Inglés para así atenuar el impulso de hacerle un corte de mangas a tantos contentos que no deberían estarlo y que, por lo general, suelen ser aquello que se conoce como “personaje público”.

DOS Y si hay algo aún más perturbador que una persona contenta, ese algo es un político contento. Y español. Hay muchos. Casi todos (menos el por siempre torvo Aznar) y ahí se los ve exhibiendo su contento con la laboriosidad de elfos vendedores de juguetes que no funcionan o se rompen enseguida. Ahí están todos anticipando el discurso del Rey y el monólogo del más feliz de todos (Raphael en su gran especial del 24 por la noche) convencidos de que la gente se pone contenta de verlos. Los del PSOE matándose cordialmente entre ellos, los de Podemos batiéndose a duelo dialéctico a golpe de tuit, los separatistas-solipsistas catalanes atendiendo su juego. Y el más contento de todos: Mariano Rajoy, jefe de gobierno que consigue todo sin hacer nada. Tan contento estaba la otra noche en una cena televisada junto a sus partidarios que, luego de uno de sus discursos soporíferos, despertó a todos lanzando un “Muchísimas gracias a todos… Hasta dentro de muy poquito… ¡Y ya preparando las próximas elecciones!” Sólo le faltó añadir un “Ho Ho Ho” sobre el final. Y sus compañeros de partido abrieron los ojos como platos y la oposición habló de “fallido”, “expresión de deseo”, “recurso navideño” o “posibilidad cierta de que el año siguiente volvamos a las urnas; porque el Partido Popular no sabe ni quiere gobernar en minoría y sacaría más votos en una nueva entrega y…”. La vicepresidenta y Mini-Me de Rajoy (Soraya Sáenz de Santamaría, quien espera a heredar sillón algún día) intentó explicarlo todo y volvió a poner en evidencia que, en ocasiones, la peor defensa es el mejor ataque. Fallido, sí, y apenas subliminal: “Lo que pasa es que estamos todo el día cenando, y El Jefe es más de desayunos que de cenas. A ciertas horas la cabeza ya no está tan viva”, diagnosticó. Y lanzó una risita de lo más contenta.

TRES La cabeza de Rodríguez, en cambio, está vivísima y se preocupa por cosas como Obama advirtiéndole a Putin que se tomarán represalias por la participación rusa en la última campaña presidencial y ciberataques varios durante esta invisible pero cierta Tercera Guerra Mundial y que Pekín ha capturado un dron submarino Made in CIA en aguas chinas. Lee sobre todo eso surfeando por el buscador oracular Google (donde años atrás leyó que las preguntas que más se/le hacen los españoles son: (a) ¿Cómo ser feliz?, (b) ¿Cómo evitar la eyaculación precoz?, y (c) ¿Cómo impedir las flatulencias?) y donde se acuñan frases contentas como la de Carlo Jung en cuanto a que “Las cosas más pequeñas con significado valen mucho más que las cosas inmensas que no significan nada”.

Y, claro, cada vez hay más insignificantes cosas pequeñas a consumir. Algunas muy caras. Muchas de ellos dicen ser teléfonos. Ante semejante invasión-avalancha los especialistas recomiendan, como primer paso, extirpar la palabra “felicidad” de nuestro vocabulario. Se recomienda, entonces, reemplazarla por una alternativa como “paz mental” o “satisfecho” o “iPad” o algún emoticón de esos. Otro consejo es olvidarse del pasado y sólo pensar en el futuro y separarte de toda cuestión o persona que te aleje del gozo absoluto. Rodríguez lee todo eso y se dice que –como instrucciones– son más bien poco prácticas cuando no impracticables. De llevarlas a cabo, Rodríguez estaría solo, en una isla desierta, desarrollando un nuevo idioma a partir de la eyaculación de su pedos.

CUATRO Otros culpan a la búsqueda constante de la felicidad como forma de glamour por el trágico estado de las cosas. Aseguran que –con la colaboración del capitalismo con la industria farmacéutica– la satanización y estigmatización de la soledad o de la tristeza (zonas de las que pueden brotar grandes reservas de alegría) ha complicado y vuelto completamente irreal una forma de vida que, por naturaleza, está cocinada a base de esfuerzo, miserias, desilusiones y sueños rotos. La felicidad no debería ser un fin sino una consecuencia, argumentan a la vez que advierten de que nada sería más deprimente que un mundo sólo risas y pocas lágrimas donde todos sólo ofreciesen su mejor versión convencidos de que sus vidas son memorables y exhibibles para así tener seguidores que les levanten el pulgar por cualquier tontería que hagan o que no hagan porque están muy ocupados haciendo eso y, ah, uh…  

Semanas atrás, Rodríguez leyó una entrevista al psiquiatra francés Boris Cyrulnik –considerado padre de la resiliencia y autor de libros como Los patitos feos y Las almas heridas– donde afirmaba que “nadie sabe definir la felicidad” y que llevamos milenios soportando el sistema sufra ahora/goce después. En unas tres décadas, la Singularidad que fusionará al hombre con la máquina alterará para siempre ese patrón y todo será cuestión de si nuestras idas y vueltas incluirán o no baterías.

Mientras tanto, Rodríguez se dispone –por otro año– a contemplar su doble programa navideño. Sus dos películas favoritas acerca del asunto. La primera es obvia: It’s a Wonderful Life de Frank Capra. La segunda no tanto: la Die Hard original de John McTiernan. En la primera, George Bailey (James Stewart) está atrapado en un pueblito. En la segunda, John McClane (Bruce Willis) está atrapado en un rascacielos. A Bailey lo rodean familiares y acreedores y un ángel bastante insoportable. A McClane una ex esposa, un policía de la guarda fuera del edificio con quien se comunica por radio y terroristas alemanes (comandados por un genial y ya tan extrañado Alan Rickman, quien se hizo famoso mundialmente gracias a este rol) que ahora serían yihadistas. En ambas es bello sobrevivir y dejar de existir puede ser algo muy duro.

Pero a no preocuparse: al final de ambos films (ignorantes o no de la letra pequeña: Bailey por siempre en deuda con sus vecinos ya nunca saldrá de allí; y McClane volverá a pasar por más o menos lo mismo en sucesivas secuelas duras y mortales) todos parecen muy contentos.

Y Rodríguez también. 

Pero contento nada más y nada menos que hasta dentro de muy poquito.