Se podría pensar que en la obra de Paul Thomas Anderson conviven dos cineastas, con obvios puntos en común pero a la vez con notorias diferencias. Ambos son arrogantes, ambiciosos y tienden a la megalomanía, pero a la vez abordan temas y personajes bastante distintos. Por un lado, está el implacable, feroz observador de la cultura popular, aquel capaz de pintar extravagantes frescos de la sociedad estadounidense desde sus costados más sórdidos, menos prestigiosos. Ese Anderson va desde Boogie Nights (1997), ambientada en el submundo del porno, hasta Vicio propio (2014), un film-noir revisionista sobre la novela de Thomas Pynchon, pasando por el mosaico de Magnolia (1999), donde la estética de la televisión y los reality shows era determinante. A diferencia de estos films corales, con influencia reconocida del cine de Robert Altman, Paul Thomas Anderson ha hecho retratos individuales de personalidades tan singulares y avasallantes como psicóticas: Embriagado de amor (2002), con Adam Sandler; Petróleo sangriento (2007), con Daniel Day-Lewis, y The Master (2012), con Philip Seymour Hoffman. A esta última categoría pertenece El hilo fantasma, oscura historia de un amor enfermizo, que es en principio la del protagonista consigo mismo, y luego con una mujer con quien erigirá una insondable folie à deux.
Casi como si fuera un alter ego del propio Anderson, cineasta obsesivo y perfeccionista si los hay, Reynolds Woodcock (nuevamente Daniel Day-Lewis, en la que anunció será su despedida del cine) es un maestro de la alta costura británica, un excéntrico y exquisito que solamente admite lo mejor. Y lo mejor empieza y termina por él mismo, por sus creaciones para lo más alto de la realeza y la aristocracia europeas de los años 50, cuando Londres todavía estaba lejos de ser la fiesta que sería recién durante los “swinging sixties”. Solitario, riguroso y sibarita, nadie duda en su ambiente –un ambiente cerrado, agobiante, todavía victoriano– de que se trata del “hombre más exigente del mundo”, como alguien lo define. Una definición que bien puede aplicarse tanto al personaje como a su director e incluso al actor que lo encarna, famoso justamente por su exigencia consigo mismo y con los demás.
Los psicoanalistas pueden llegar a hacerse un festín con Reynolds Woodcock, que sueña recurrentemente con su madre, largamente fallecida, y de quien recuerda incluso su olor al despertar. “Los muertos cuidan de los vivos, me gusta esa idea”, se tranquiliza Reynolds antes de afrontar su disciplinada rutina diaria, que comienza con un desa- yuno en el que no puede faltar el té de Lapsang y en el que impone silencio absoluto, al margen de que a su mesa estén sentadas tanto alguna amante ocasional –a quien no tardará en echar de su casa– como su hermana, que en más de una ocasión pareciera su amante tácita, muda, en las sombras. Extraordinaria composición de Lesley Manville (una actriz frecuente en el cine de Mike Leigh), esta mujer vestida siempre rigurosamente de negro y celosa guardiana de su hermano-patrón parece heredera del ama de llaves de Rebeca, una mujer inolvidable (1940), de Alfred Hitchcock, de donde el film sugiere haber tomado cierto espíritu gótico.
Un encuentro fortuito con una mesera de una posada de provincias provocará una grieta en la estructura monolítica del protagonista. En esa chica de pueblo (Vicky Krieps), sugestivamente llamada Alma, Reynolds encuentra no sólo a su amante ideal sino también, y antes que nada, a su musa inspiradora. Para él, no hay mejor declaración de amor que cuando la lleva a su estudio y la desnuda, pero para volver a vestirla, ahora con las creaciones que él imagina para ella.
Un poco a la manera fetichista de Buñuel, Reynolds hace de Alma su maniquí preferido: la observa, la mide, la viste y la desviste. Ese obscuro objeto del deseo, sin embargo, es a su vez un sujeto con sus propias ideas acerca del amor, que irá inoculando –literalmente– en la vida de Reynolds, hasta volverse indispensable. Ese hilo fantasma de perversión es con el que se va bordando lenta, inexorablemente una historia de amor plena de pespuntes secretos, escondidos en sus pliegues más recónditos.