“Y eso no es un periodista. Tampoco es un director. Es un actor”, afirma Iván Granovsky en la escena final de su primer largometraje como realizador, mientras disfruta de un baño improvisado en el Mar Muerto. No se trata, de ninguna manera, de un spoiler, sino de la constatación enfática de un concepto que Los territorios desliza de manera más o menos transparente durante los noventa minutos previos: el Granovsky que puede verse en pantalla –el hijo del reconocido periodista Martín Granovsky, el productor de cine, ese “actor”– puede no ser exactamente el mismo que el Granovsky real, el que está detrás de la cámara dirigiendo las acciones. Presentada el año pasado en el Festival de Rotterdam y luego en la competencia nacional del Bafici, todo parece indicar que la película final es el resultado indirecto de una imposibilidad: la de sacar adelante otros proyectos. Como productor, Granovsky ha estado detrás de títulos de realizadores como Alejo Moguillansky, Matías Piñeiro y Mauro Andrizzi, pero es su propia voz en off la que se encarga de detallar que las ideas para un film de ficción sobre un grupo de etarras o un documental sobre la vida cotidiana en el Kurdistán iraquí quedaron abortadas por falta de presupuesto o sequía creativa.
Al tiempo que la pantalla se llena de banderas de naciones de todo el mundo, un juego de cultura general anticipa algunos de los territorios que la película irá reconociendo y recorriendo: aquellos delimitados por las fronteras políticas. Granovsky hace gala de una excelente memoria a la hora de recordar las capitales de los países, anticipo juguetón de una película que lo llevará de Brasilia a San Sebastián, de Berlín a Jerusalén y de París a la isla de Lesbos, con escalas recurrentes en su Buenos Aires natal. ¿Para qué sirve viajar? Bien lejos de la comodidad del turismo –aunque más de un plano coquetee maliciosamente con el concepto–, el film se va transformando en una bitácora en la cual el director/personaje/persona real describe los paisajes tanto exteriores como internos. Lo importante es ver y escuchar el mundo real, saber “dónde está el frente de batalla”, le aconseja Granovsky padre a su hijo, y en esas conversaciones entre ambos se van dibujando los contornos de otras demarcaciones más familiares, íntimas. La película se moverá entre esos dos territorios –los geográficos y los humanos–, saltando constantemente de un lado hacia el otro de las fronteras de la documentación de lo real y la construcción de lo ficcional, echando mano en muchas ocasiones al humor.
Es difícil aseverar cuánto de autobiográfico, de descripción de pelos y señales del carácter y las ambiciones reales, existe en el Granovsky que se ve pantalla, quien no tiene empacho en caracterizarse como algo diletante, menos preocupado en ocasiones por entregar en tiempo y forma una serie de notas periodísticas –que podrían mantenerlo económicamente durante la travesía– que por dejar que los días y las semanas se deslicen. O bien entregarse a la ensoñación romántica con alguna compañera circunstancial de viaje, momentos en los cuales la película parece ingresar por completo en el territorio de la ficción. En otros, el encuentro con personajes como Lula da Silva (acompañando a su padre en una entrevista) o la reunión con algunos militantes acusados de formar parte de la ETA, convocan otro tipo de relación con el mundo y también con sí mismo. Es precisamente en la descripción en primera persona de algunas circunstancias políticas y sociales del mundo donde Los territorios pisa con pie más firme, en particular durante el último tercio de metraje.
El recorrido por algunas zonas ocupadas de Palestina –la visión de los muros que zigzaguean, cada vez más extensos, encerrando y separando a la población, o la rutinaria expulsión de un grupo de árabes por soldados israelíes– enfrentan al protagonista a la realidad concreta de hechos que usualmente son leídos en los diarios a miles de kilómetros de distancia. Lo mismo ocurre durante el encuentro en Grecia con un grupo de migrantes de Medio Oriente que intentan ingresar a algún país europeo. Con una estructura de collage conformado por elementos muy diversos, en Los territorios lo trascendente es atravesado por lo ligero e incluso lo banal. En ese sentido, podría pensarse en la película de Granovsky como un diario personal donde la reflexión está acompañada de garabatos pergeñados en el momento, con la mente en blanco; páginas donde lo lúcido va de la mano de lo lúdico, donde los contornos del mundo contemporáneo compiten con las manifestaciones más evidentes del ego, donde un baño relajado en el Mar Muerto es interrumpido inexorablemente –signo de los tiempos y de la geografía– por tres aviones caza en formación.