Quien se aburre en una fiesta está escuchando la música que los otros bailan. Quien se aburre en una fiesta no participa del uso colectivo del tiempo como olvido habitable que constituye la alegría del acontecimiento festivo. Para el aburrido, o la aburrida, en la fiesta no pasa nada. El aburrido no percibe que el acontecimiento no es más que una pérdida transitoria de la conciencia del tiempo, un colapso del flujo temporal en la felicidad del presente continuo.
"¿Qué festejan?", se pregunta. No entiende que los otros festejan justamente eso: la fiesta misma, su posibilidad en tanto victoria provisoria sobre la percepción angustiosa de la duración.
"No hay nada que festejar", piensa el aburrido, piensa la aburrida, y tiene razón: no hay nada que festejar para él, ni para ella, quien no puede ni querría sustraerse a la percepción del tiempo.
Y es que la conciencia del tiempo va unida a la conciencia de la propia subjetividad, a la que el aburrido no podría renunciar nunca.
Fascinado en la contemplación de su propia subjetividad, el aburrido desarrolla tal horror al ridículo de verse haciendo algo (parcializándose, cediendo de sí en aras de algún capricho seguramente absurdo) que queda paralizado. El aburrido, sujeto para quien no existe ya por esto ninguna esfera de acción, no puede ser otra cosa que conciencia. Conciencia de sí mismo y conciencia del paso del tiempo: estas no son dos conciencias separadas sino una, que pareciera tener dos objetos (el propio ser y el tiempo) que son vividos como distintos pero percibidos con proporcional intensidad: al escuchar música, por ejemplo, se ahonda la conciencia de sí en la contemplación del tiempo intensivamente representado en la música. El oyente, contemplador de su propio desarrollo en el tiempo, se siente existir a medida que la música fluye. No puede bailar, porque sólo su inmovilidad total le asegura el nivel de atención que necesita para poder percibir su propio espíritu de esta manera. Escuchar música para bailar, con su repetición insensata de cadencias y acordes, lo minimiza, lo lacera, le roba esos preciosos instantes que no se repetirán, malgastándolos: en suma, lo aburre.
El aburrido está afuera del ahora. No lo vive, sino que lo oye pasar como si ya hubiera sucedido. Por eso no hay esfera de acción posible para él, que respira a la zaga del tiempo. Siendo puro lugar, el aburrido presencia el tiempo como espectáculo. El tiempo es de los otros, que pueden olvidarlo: la fiesta es de los otros, que pueden fundirse momentáneamente en su transcurrir. Si algo constituye la fiesta para el aburrido, es un paisaje: pero un paisaje que él solo puede habitar irónicamente. No puede no habitarlo, o de lo contrario se iría. ¿Qué le impide irse y abandonar el sufrimiento de esta fiesta aburrida? ¿Compromisos sociales que se salvarían con una mera excusa? Nada de eso: el aburrido está atrapado por la fascinación de la fiesta como espectáculo, en la medida en que dicho espectáculo constituye la opacidad donde se espeja, en gozoso contraste, la conciencia del aburrido mismo, ampliada y perfeccionada en sus detalles con la perfección alucinatoria que sólo ESA fiesta puede darle.
Digamos en beneficio del aburrido que él también construye la fiesta como acontecimiento, pero del revés y en negativo. En el espejo que la fiesta le ofrece, el aburrido contempla embelesado, como si se tratase de un caleidoscopio, las sucesivas fracturas y reacomodamientos de su propia subjetividad a través de cada instante del tiempo que irreversiblemente transcurre. Eso es lo que los otros se pierden: cada arborescencia única e irrepetible, singular e intransferible, cada iridiscencia de una escritura secreta: la que produce su mente en el acto privado del pensarse. Estos fugaces diseños inefables se superponen a los rumores ajenos de la fiesta que allá, como un tapiz de fondo, los refracta en una niebla de lejanía.
El aburrido vigila cada instante del tiempo del mundo como si él fuese Dios. El aburrido no puede distraerse, no puede rebajarse a criatura. Ni siquiera el alcohol consigue animalizarlo. Puede pasarse horas con su trago en el sofá más cómodo y oscuro, enhebrando en la tanza de su spleen cada segundo del tiempo. Cada tanto alguien lo divisa y le pregunta: "¿Estás aburrido?". "No, la estoy pasando bárbaro", contesta el aburrido con tal mezcla de desprecio y resignación que los demás aprenden pronto a ignorarlo. El aburrido es un estoico del sufrimiento del tiempo. Un artista sin obra, que ha renunciado a toda utilidad. El aburrido habita un pliegue del clima que solamente él o ella conocen, y en lo infinito de esa melancolía se conserva eternamente joven.