El fucsia y el negro la nombran (por separado, nada de mezclarlos como se hacía en esos lavarropas de arte que en los años setenta entretenían al público del centro de exposiciones apretando pomos de colores para llevarse a casa un Pollock propio). El fucsia porque el shocking pink, un fucsia casi neón, fue –si el amor cromático eterno existe– su color preferido, y el negro, porque cada vez que los curadores textiles quieren acentuar su singularidad recuerdan que fue el color que eligió para casarse. Elsa Schiaparelli, la diseñadora italiana a la que todxs, incluida su nieta, la actriz Marisa Berenson, llaman Schiap –mientras echan tierra sobre la musicalidad mediterránea– fue una nena de palacio (aristocracia materna) con familia erudita (voces en sánscrito, saberes medievales, egiptología y estrellas). El rumor de la sobremesa incentivó a la futura costurera con arte a escribir un libro de poemas eróticos, Arethusa, pero, según cuentan, el resultado fue un escándalo y la familia decidió encerrarla en un convento. Una presurosa huelga de hambre la excarceló y la mudó primero a Londres como niñera y más tarde a París. En el azar de una fiesta, cuando llega esa invitación inesperada y no hay ropa de ocasión, improvisó un vestido (algo parecido a una tela enrollada prendida con un broche) que se convirtió en su primer diseño. Era azul, el fucsia vino después. Pero pasaron algunos años para que aquel modelo parisino se convirtiera en la colección que la hizo famosa. Fueron los años errantes con marido “médium” y con la clandestinidad que el género policial –cuando se vuelve vida cotidiana– reclama. París volvió a ser la excusa como en la primera fiesta y Paul Poiret, el nombre de la influencia. Pronto llegaron a las telas los primeros patrones geométricos, los amigos de Elsa, pongamos a Dalí, Giacometti, Leonor Fini, Cocteau y Meret Oppenheim en la lista, estaban muy cerca y dando vueltas entre sus ojos. Por eso, el diseño de aquel primer suéter de lana y punto jacquard con motivo de bufanda anudada a trompe-l’œ il, hechos a mano por mujeres refugiadas armenias, fue una de las primeras joyas de Elsa, la modernista italiana, la “archirrival” de Coco Chanel y sus chaquetas de punto. Entre los diseños que la exhiben apasionadamente moderna, “era una carpintera de ropa” que experimentaba con pintura acrílica y celofán, brotan –ella quizá preferiría florecen– las telas innovadoras, las siluetas muy Mae West (a quien Elsa vestía), los abrigos para todo tipo de cuerpo, los novedosos corpiños para los trajes de baño y un vestido con un bolsillo especial diseñado para esconder una botella de whisky cuando el whisky estaba prohibido. Lo que no ocultaba eran los cierres, los dejaba a la vista bordeando mangas y escotes; una zanahoria, una semilla o un pez podían ser un botón y usaba arrugados cincuenta años antes de que se pusieran de moda.
“Sería maravilloso poder tener el rostro cubierto de flores como un jardín divino”, decía Elsa pensando en el primer color que la nombra y que copian exitosos en homenaje quienes fabrican labiales y esmaltes. Los diseños para Dalí, los otros que se exhiben en los museos de arte decorativo y los otros todos, se deslizan en tobogán continuo encarnando de memoria eso que ella fue a encarnar: la ropa como un vestíbulo en escena y a telón abierto. Ó