“No todo pasa”, debería decir el anillo de oro del anular del ejecutivo de Hollywood que pensó que reiniciar la franquicia Tomb Raider era una buena idea. Su protagonista, Lara Croft, había saltado al cine de la mano de Angelina Jolie en 2001, en medio del aumento exponencial de ventas del popular videojuego que servía de materia prima, y tuvo una segunda aparición en 2003, otra vez con la actriz de los labios carnosos como ama y señora. Pero por aquellos años la franquicia gamer mostraba los primeros síntomas de agotamiento después de escupir una entrega anual durante una década. Recién en 2006, con el pase a la órbita de la empresa Crystal Dynamics, vino la lavada de cara con miras a conquistar a nuevos públicos para los que las situaciones imposibles de Croft eran poco más que un objeto de burla kitsch. Con una flamante heroína más humana y frágil que prefiere el pantalón caqui al minoshort ajustado, Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft hace un borrón y cuenta nueva con una maniobra similar a la de casi todos los reboots de los últimos años; esto es, dotar a la protagonista de un andamiaje emotivo anclado en una ausencia familiar. Y como casi todos los reboots, el resultado es más de lo mismo. O menos.
Narrada con el automatismo plúmbeo de las superproducciones sin corazón, la película del noruego Roar Uthaug quiere ser tantas cosas con tal de no parecerse a la saga de Jolie, que termina siendo ninguna. Hay una intención evidente de abrazar la “aventura arqueológica” estilo Indiana Jones, con la salvedad de que para eso no alcanza con acumular escenas “de peligro” en lugares remotos ni mucho menos con la inédita idea de meter a los personajes dentro de la tumba de una reina maldita a punto de destruirse. Hasta la remotísima isla del Pacífico que la alberga llega Lara (Alicia Vikander, que dará muy bien en papeles dramáticos pero para tomar las armas le falta bastante) siguiendo la huella de su padre, a quien todos dan por muerto menos ella: Tomb Raider modelo 2018 también quiere ser un drama paterno-filial, aunque es difícil que funcione con personajes sin un mínimo espesor emocional. La única que tiene algo para decir –pero no la dejan– es Kristin Scott Thomas como la madrastra interesada en que Lara reconozca la muerte de papá, en una subtrama de “thriller-corporativista” que recién explota en los últimos quince minutos, cuestión de tener algo para contar en entregas venideras. Da toda la sensación de que con ella como villana Tomb Raider hubiera sido alguito mejor, incluso digno de verse.