“Una niebla ligera se expande en la penumbra previa al amanecer, ocultando una zona desierta, cubierta de bloques de piedra y arbustos de duras barbas. Sola, aislada, se levanta una catedral con sus ábsides comidos por el tiempo, orientada hacia la débil luz matinal que asoma en el horizonte brumoso…”
Estas primeras líneas del guión de Nostalgia –recién publicado por Mardulce en el libro Narraciones para cine– bien podrían servir de epígrafe a la extraordinaria muestra Luz instantánea, que se lleva a cabo en la Casa Nacional de Bicentenario (Riobamba 985) en el marco del Festival Tarkovski. Constituida por 80 fotografías Polaroid tomadas por el propio cineasta Andrei Tarkovski entre 1979 y 1983, la muestra viene a confirmar que aún en su plano más íntimo –allí donde el enorme director de Solaris y Stalker no pensaba en compartir esas instantáneas con nadie que no fueran su familia y sus amigos más cercanos– ese hombre llevaba siempre consigo no sólo un universo estético inconfundible sino también una dimensión espiritual de la existencia.
Brumas, nieblas y ruinas abundan en estas polaroids cuya sola textura analógica ya les da una entidad y una densidad que definitivamente se perdieron en la era de la fotografía digital. Pero allí también está “la débil luz matinal que asoma en el horizonte”, los rayos de esperanza que Tarkovski encontraba aún en los paisajes más melancólicos, sombríos e incluso apocalípticos. No deja de ser paradójico que el director de frescos pensados para la gran pantalla, como su monumental Andrei Rubliov, el cineasta que acuñó el ya célebre concepto de “esculpir en el tiempo”, se volcara a un formato tan pequeño, casi minúsculo como el de las polaroids (7.9 x 7.9 centímetros), y que permitía un revelado instantáneo y de dudosa conservación (es milagrosa sin embargo la belleza con que estas fotos han llegado a nuestros días).
Es claro que Tarkovski usa sus polaroids –o al menos las que fueron seleccionadas para esta muestra– como una suerte de cuaderno de notas, de bocetos, de apuntes para futuros films, aún cuando muchas de ellas sean fotos familiares, donde aparecen repetidamente su mujer Larissa Tarkovskaia y su hijo Andrei, que llegó a Buenos Aires para acompañar la exposición. Pero aún en fotos que en otras manos serían banales recuerdos, Tarkovski consigue una luz y unos encuadres absolutamente consubstanciales con los de su obra cinematográfica.
A grandes rasgos, la exposición está integrada por dos grandes grupos de fotos. Las primeras corresponden a sus últimos años en la entonces Unión Soviética: algunas pocas registradas en interiores de Moscú y la mayoría a una dacha en las afueras de la capital, cuya iluminación, ambiente e incluso personajes evocan inexorablemente el que sin dudas es el film más personal y autobiográfico de Tarkovski, El espejo (1975). Esas primeras luces del día que todavía luchan con el rocío de la noche, esos paisajes que invitan a sumergirse en la reflexión y el misterio, esa mujer y ese niño que son Larissa y Andrei y a la vez remiten a todas las mujeres y todos los niños, con su belleza y su inocencia esenciales, son motivos recurrentes. Y el perro Dak, que parece escapado de Stalker pero será en poco tiempo más el perro de Nostalgia.
Aún en su costado más familiar, esas polaroids ya se revelan como una suerte de ensayos visuales del que sería el primer film de Tarkovski en el exilio, Nostalgia, rodado en Italia en 1982, después de un largo proceso de trabajo en el guion junto al libretista Tonino Guerra (colaborador habitual de Fellini), quien se convirtió en un gran amigo y aliado del director ruso. El segundo grupo de fotos corresponde precisamente a los años de su estancia en Italia, cuando trabajaba en ese proyecto de financiación incierta y donde luchaba por lograr que su familia se pudiera reunir con él, ante las dificultades que le imponía la burocracia del Soviet, deseosa de recuperarlo para el régimen, donde por otra parte sus películas tenían una vida muy limitada, si es que tenían alguna.
Esas polaroids sin embargo no revelan la impotencia y desesperación con que Tarkovski describía en sus Diarios aquellos años en el exilio. “Pensamientos terribles. Estoy asustado. ¡Estoy perdido! No puedo vivir en Rusia, pero tampoco aquí”, dice una de las entradas más conmovedoras de su diario personal, de 1983. Las fotos de ese período no reflejan necesariamente esa angustia. Pareciera que miran hacia atrás, hacia Rusia, hacia su cine anterior y hacia toda una cultura de la que no puede desprenderse (es significativa la reproducción de un ícono de Rubliov que Tarkovski pegó en una de las paredes de su cuarto de hotel en Italia) y también hacia adelante, hacia ese film que está construyendo en un país que no es el suyo pero del que de alguna manera pareciera querer apropiarse, descubrir su identidad, su esencia, su espiritualidad. Hay una foto muy hermosa del guionista Tonino Guerra sentado en un banco de una solitaria iglesia italiana de pueblo, en la que su figura pequeña, encorvada aparece nimbada por un reflejo cenital del sol que la engrandece.
“La verdad no existe en sí misma; radica en el método. Ese es el camino”, escribe en otro de los textos de su diario. Y se intuye a Tarkovski buscar su camino junto al fotógrafo Giuseppe Lanci, a quien retrata en unas ruinas ancestrales, casi apocalípticas, mientras evidentemente buscaban locaciones para Nostalgia. Y no solamente locaciones, sino la luz, esa que Lanci había sabido conseguir para Marco Bellocchio y los hermanos Taviani y ahora debía procurar para Tarkovski, que tenía ideas muy precisas al respecto.
“Nos hemos olvidado de observar. En vez de observar, hacemos las cosas de acuerdo a modelos prefijados”, apunta Tarkovski en otro de sus epigramas. Las polaroids de la muestra Luz instantánea demuestran que el cineasta observaba siempre, en todo momento, aun cuando tenía en sus manos esa cámara concebida para registrar la inmediatez de los momentos más triviales. Un autorretrato de noviembre de 1983, reflejándose frente a un espejo, lo enfrenta consigo mismo: está en San Gregorio, Italia, lejos de su tierra. Se lo ve y se lo siente solo, como si supiera que ya nunca más podrá volver. Todavía tiene por delante el rodaje del que será su séptimo y último largometraje, El sacrificio, filmado en Suecia y estrenado en el Festival de Cannes en mayo de 1986. Para diciembre de ese año, había muerto, de cáncer del pulmón, a los 54 años, en un hospital de París. Estas fotos, el libro de Mardulce, la retrospectiva de sus films lo devuelven una vez más a la vida. Afortunadamente, Tarkovski sigue entre nosotros.