“De pronto caí en que tenía a Roger Waters preparando el almuerzo en mi cocina y no entendía nada”, dice Jonathan Wilson al teléfono desde su hogar en Los Ángeles. Algo tímido y con un leve tartamudeo al momento de hablar, este oriundo de un barrio obrero de Carolina del Norte es en el reverso de su personalidad: un animal musical, un multiinstrumentista, productor, compositor e ingeniero de sonido admirado por sus pares al punto de que su estudio de grabación –construido en base a equipos antiguos que adquirió a lo largo de diez años– fue utilizado por artistas como Graham Nash, Bonnie “Prince” Billy o el productor Nigel Godrich, y su propio hogar, ubicado en el mítico barrio hollywoodense Laurel Canyon, es lugar de encuentro para zapadas en las que participan desde Elvis Costello hasta los Wilco, Jackson Browne, Lana del Rey o Rick Rubin, entre muchos otros. También su rol como productor está en alza luego de su trabajo junto a Father John Misty en el exitoso Pure Comedy, editado el año pasado. Y a eso hay que sumarle que desde el mes que viene acompañará a Waters como guitarrista y director musical de su gira mundial Us & Them, en la que recorrerá casi cien ciudades, entre las cuales figura Buenos Aires a comienzos de noviembre. Y como si todo eso no fuera suficiente para abrochar un año formidable, hace apenas unos días Wilson editó su tercer disco solista, Rare Birds, una gema de setenta y nueve minutos que transcurren en un abanico de estilos que van desde la psicodelia hasta el folk y el soft rock, una obra compleja con capas infinitas de arreglos con la que termina de confirmar el exitoso presente de una carrera que lo tuvo prácticamente en el anonimato durante muchos más años de los que su talento ameritaba.
Comencemos por lo último: editado por Bella Union, Rare Birds comenzó a tomar forma luego de una serie de encuentros musicales que Wilson tuvo con uno de sus héroes, el septuagenario músico experimental norteamericano Laraaji, conocido por sus obras de tono meditativo construidas sobre múltiples capas de instrumentos orgánicos que interactúan con elementos de la electrónica. “Soy un gran admirador suyo, tiene ese sonido particular que siempre me atrapó. Tocando juntos se dio una sesión increíble en la que metió voces y guitarras, y de ahí salió una canción que finalmente me abrió el camino y marcó el tono de lo que terminaría siendo el resto del disco”.
La carrera de Wilson cobró impulso luego de que a su alrededor volviera a cobrar esplendor la escena musical de Laurel Canyon, barrio en el que a lo largo del siglo pasado vivieron estrellas de la talla de Houdini, Chaplin, Zappa, Lennon, Morrison o Hendrix. A través de zapadas espontáneas en su casa, Wilson fue invocando poco a poco el espíritu comunitario que a fines de los sesenta impulsaron en ese barrio artistas como Joni Mitchell, Crosby, Stills, Nash & Young o Jackson Browne. Y fue justamente este último quien le dio a Jonathan Wilson la fuerza para retomar su propia música en una época en la que había decidido dedicarse a otras cosas: “Entre el 2000 y el 2007, tuve una época bastante oscura. Estaba bastante asqueado de todo y decepcionado con la industria, así que me alejé un tiempo. Me puse a tocar el bajo en bandas de bluegrass y también me dediqué a hacer y vender guitarras caseras. Y me fue bastante bien, de a poco pude equipar mi estudio. Y ahí me mudé a Laurel Canyon. Me mudé por un amigo que vivía ahí, pero no estaba muy al tanto de que era el lugar de Joni, Graham y todo eso. Pero una vez que empecé a vivir ahí la gente venía y me decía ‘Ahí estaba la casa donde Zappa hacía sus fiestas’ o ‘Allá vivía Jimi’, y así empecé a conocer toda esa historia”.
En aquellos días, entonado por las juntadas musicales que comenzaban a darse en el barrio, Jonathan grabó Gentle Spirit, un logrado disco que sorprendentemente no encontró lugar en ninguna discográfica y comenzó a circular de mano en mano entre vecinos del lugar: “Un día estaba tocando en lo de un amigo y me dijo que Jackson Browne iba a pasar a tocar un rato. Yo estaba fascinado, soy fan suyo desde chico. De pronto apareció y cuando me presentaron le dijeron que yo era el autor de Gentle Spirit, y ahí empezó a decir ‘Uh, tengo tu disco en el auto, soy fan, mi hijo se aprendió todas las canciones’. Yo no lo podía creer, el disco todavía ni había salido, estuve sentado sobre él durante tres años. Y al poco tiempo me pasó lo mismo con Elvis Costello. Le grabé un CDR desde mi computadora, se lo di en mano y al poco tiempo se tomó el tiempo de escribirme un mail muy largo donde me decía que era un disco especial, que no lo regalara. Y yo venía de sentirme en las cloacas, nadie quería publicar el disco ni le importaba un carajo lo que hacía. Pero de pronto empezó a vibrar, me empezaron a invitar a tocar en discos de amigos, a producirlos, Elvis le pasó el disco a Simon Raymonde de Bella Union, que lo terminó editando. Esos encuentros con Jackson Browne y Elvis Costello fueron algo gigante para mí”.
A comienzos de 2011 el productor Nigel Godrich se puso en contacto con Jonathan para tantear la disponibilidad de su estudio. Finalmente, ambos terminaron trabando una amistad que se afianzó cuando Godrich invitó a Jonathan a participar del disco solista de Roger Waters: “Nigel me dijo: ‘Venite al estudio, estamos empezando un álbum pero todavía no sabemos hacia dónde va a ir’. Así que llegué y ahí conocí a Roger, y fue fantástico. Él todavía no sabía cómo resultaría el disco pero tenía una actitud muy positiva con respecto a todo, se lo veía muy contento y entusiasmado. El primer día metí con la guitarra unas notas breves medio estridentes en una canción que se llama ‘Broken Bones’ y le encantaron, decía ‘Sí, esto es lo que quiero’, y yo pensaba ‘Que tipo copado’. En un momento ya avanzada la grabación llevamos el proyecto a mi estudio, así que estuvimos conviviendo unos días”, cuenta Jonathan entusiasmado, y concluye: “Ser el guitarrista de su disco y encima participar ahora de su gira es algo que nunca hubiera imaginado. La verdad que tuve mucha suerte, más cuando nos dedicamos a un estilo que cada vez está más relegado. Hacer hoy en día rock a la vieja usanza se siente como si fuéramos los últimos de una raza en extinción. El pop y el hip-hop se han convertido en algo tan gigante que hacen ver al rock insignificante en comparación, pero todavía queda gente con un apetito insaciable por la cultura rock, chicos muy jóvenes incluso, y eso es esperanzador: mientras ellos sigan ahí habrá rock por mucho tiempo más”.