Diciembre de 2001. La Argentina está sumergida en una nueva y cíclica crisis económica. Una situación en la que, como siempre, algunos pocos se benefician con la escalada del dólar y otros tantos, avisados de lo que se viene, retiran a tiempo sus ahorros mientras el resto (como siempre, la gran mayoría) cae en la trampa del funesto corralito de Domingo Cavallo y una Alianza al borde del abismo. En la Plaza de Mayo, las Madres, las Abuelas y ciudadanos descontentos con la realidad económica y social reclaman por la inmediata renuncia de Fernando De la Rúa. En Merlo, nada difiere de lo que ocurre a casi 50 kilómetros. El humo negro de unos neumáticos incendiados gana la escena ante un nene de 7 años que, a pesar de todo, enfundado en un guardapolvo blanco, cruza las calles de tierra del barrio Belgrano para ir al colegio. Lo que él no sabía era que las clases estaban suspendidas. Un auxiliar llama a su casa y su papá lo va a buscar en bicicleta. “Todavía me acuerdo como si fuera hoy. Es una imagen que tengo grabada y no me la puedo olvidar”, dice Fabián Manrique, el actor principal de la historia.
“Durante toda mi infancia pude comer porque había comedores en todos lados. Como está empezando a pasar ahora. Creo que cuando era chico no lo veía como algo sufrido sino que lo veía como algo normal y divertido porque me quedaba toda la tarde jugando a la pelota con mis amigos. Gracias a Dios, ahora, con la ayuda de mi entrenador (Guillermo Roldán), del municipio de Merlo y de algunos sponsors (Gentech y SCat), solamente me dedico a entrenar, pero hasta 2016 trabajé. Lo último que hice fue como camarero y barman en un catering de pizza y barra libre de Capital Federal”, describe Manrique como quien mira a su almanaque propio surcado por los vaivenes de un país que nunca logra acomodarse. “Uno de los primeros que me ayudó fue el Indio [Oscar] Cortínez (olímpico en Sydney 2000 y ocho veces campeón argentino de maratón). Me llevó con las autoridades del municipio, con el director de deportes y el secretario. Él me allanó el camino para llegar a ellos”, detalla.
Para Manrique, de 23 años, correr se convirtió en un hábito. Una costumbre con la que convivió desde muy chico. No por escaparse de alguna acción pecaminosa porque, antes de eso, la religión evangelista lo atrapó por necesidad más que por convicción. “De chiquito iba a la Iglesia, más que nada para estar con los chicos del barrio porque ahí nos servían el desayuno y la merienda”, recuerda. “Después, a los 17 años, que fue justo cuando empecé a hacer atletismo, arranqué a ir a la Iglesia porque estaba convencido”, completa mientras muestra con orgullo una pulsera azul con la leyenda Atletas Cristianos, de un lado, y 1 Corintios 2:9, del otro. “Me la regaló mi amigo (y atleta) Luis Ortiz –confiesa–. Para mí no sólo es decir que creo en Dios. Trato de buscarlo por todos lados, creo que es mostrarlo en la vida con las cosas que hacés. Sé que hay una asociación que se llama así (por los Atletas de Cristo), pero yo me lo puse a mí mismo porque lo siento así. Me puse atleta de Cristo porque lo siento adentro mío (se toca el pecho con la mano). Justo cuando empecé a hacer atletismo conocí a Dios y me sentí identificado”.
Antes de abrazar el atletismo, Manrique jugaba al fútbol. Lo hacía desde muy chiquito, “como la mayoría de los chicos de acá, porque el fútbol es una las maneras con la que los pibes nos divertimos en la calle”, dice Manrique. Se inició en las divisiones inferiores del club barrial Libertad Los Verdes. Después pasó a Midland, donde se destacaba por su enorme capacidad aeróbica, hasta que un día, en cuarta división, se dio cuenta de que lo suyo pasaba sólo por correr a secas (muy rápido), más que hacerlo detrás de una pelota. “De chico siempre soñé con jugar al fútbol. ¿Qué chico no lo hace, no? Mis ídolos eran Cristiano y Messi. Ahora, sigo a Mo Farah (N. de R.: el fondista británico nacido en Somalía) por lo táctico que es para correr. De acá, admiro a (los maratonistas olímpicos) Luis Molina y Federico Bruno, y a Eulalio Muñoz”. Salvo Molina, que tiene 30 años, Bruno y Muñoz son de sus misma generación: 24 y 22 años, respectivamente, y Manrique suele competir contra ellos en varias pruebas de pista y calle. “Correr con Farah sería como jugar con Messi”, traza una analogía. Y ensaya una definición sobre sí mismo: “Cuando corro me siento más inteligente que en la vida. Mayormente voy midiendo a los rivales, me doy cuenta quién está más cansado que el resto y eso lo aprovecho para hacer cambios de ritmo. O cuando corro contra alguien superior me pongo a la par, me olvido de eso y corro lo mejor que puedo”.
Para Fabián, hoy las cosas son más simples y, por eso, deja de lado las cuestiones intrincadas de la vida para darle a todo una explicación más espiritual: “Trato de que todas las enseñanzas que nos dio Jesús sean puestas en práctica en la vida diaria, en el deporte. Por ejemplo: ser un poco más honesto con las cosas que a uno realmente le pasan. Ser un poco más honesto a la hora de competir, no cortar camino como pasa en algunas carreras de calle. O también en la pista donde te pisan o te dan codazos. Trato de corregirme a diario a través de la palabra de Jesús”. Y va un poco más allá también. Se refiere a la generosidad y a la solidaridad, algo que lo formó en su infancia: “También trato de no quedarme con lo poco que tengo: zapatillas o ropa que no uso. Prefiero no acumular y dar porque siempre va haber alguien que lo necesite más que yo. Es una forma de intentar hacer lo mismo que hizo Jesús. Como otros me ayudan quiero ayudar de la misma manera. Luis Molina, por ejemplo, me ayudó un montón de veces con los zapatos con clavos, con las zapatillas y con la ropa. Nunca lo publicó. No hace falta contar que sos solidario, hace falta ser solidario. Estoy muy agradecido porque Luis lo hace y no dice nada”.
El acercamiento a la Iglesia siempre estuvo latente en su vida. Como si fuera un gran imán, más temprano que tarde, la religión lo adoptó. Tanto lo acompañó que recuerda especialmente un día, el de la primavera de 2012 cuando vio todo más claro, cuando encontró una razón a tantos porqués. “Hace unos seis años estaba festejando con mis amigos el día de la primavera y nos entregaron un folleto que decía: ‘Hoy 20 horas, entrada gratuita, música, bandas en vivo…’. No decía nada de Dios, fuimos y cuando llegamos nos recibieron, había comida servida y nos dijeron que podíamos comer todo lo que quisiéramos. Al rato, en el escenario, se subieron unas bandas y empezaron a tocar música cristiana y me gustó mucho. De ahí en adelante empezamos a ir todos los sábados”, explica. De ese grupo de 20 chicos, en verdad, como si fuera un scouting religioso, sólo continuaron dos: Fabián y uno más. Sin embargo, para Manrique, el llamado de Dios venía de mucho antes. Algo, internamente, le indicaba que por ahí estaba el camino, cerca de Dios. “Eso no se explica, se siente –dice– y yo sentía, desde hacía mucho tiempo, esas ganas de ir. Estaba buscando una Iglesia para ir. Para nosotros es una especie de llamado de Dios que tiene un mensaje y depende de cada uno darse cuenta”. Ese año, justo ese año (en 2012), había empezado atletismo y Manrique “estaba muy confundido con respecto a seguir jugando a la pelota o no”. Y la religión se convirtió en un espacio para consolar una pérdida grande porque “sabía que iba ser duro dejar el fútbol para siempre”.
Habla de Dios y le brillan los ojos. Lo mismo le sucede al hacerlo del atletismo, pero cuando la palabra fútbol brota de su boca, una mueca de tristeza aparece todavía indomable. “Era lo que yo quería hacer de chico, me veía como jugador de fútbol desde la cuna. Empecé atletismo como complemento para jugar a la pelota y todo lo que hacía era para mejorar. Después empecé a conocer mucho más de Dios y con eso me sentía más acompañado, tenía más ganas de ir, de cumplir la motivación de ir a buscar mis sueños, de esforzarme y me volqué definitivamente al atletismo”, expresa. –¿La religión te ayudó a cambiar un sueño por otro?
–Me ayudó, más que a cambiar de sueño, a que ese cambio no fuera tan duro, tan brusco. Porque yo sentía que no me iba resultar fácil. No me gustaba mucho correr. Yo quería jugar a la pelota, patear una pelota. Iba a entrenarme pero sólo para mejorar en el fútbol. Cuando entrenaba atletismo con el profesor Ángel Tello fue cuando empecé a separarme del fútbol pero gracias a leer la Biblia entendí que Dios te quita algo pero te da algo mayor.
Una de las cosas que más les gustaron del atletismo, reconoce, es que empezó a viajar. Su primer “viaje grande” fue en 2013 al Nacional de Chaco, torneo al que logró clasificarse tras debutar en la pista de tartán del Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), un lugar que nunca antes había pisado. “Había jugado a la pelota hasta cuarta división y un mes antes del torneo del Chaco tuve que correr en un torneo metropolitano. Corrí los 1500 en la segunda serie porque no tenía marca previa. Era mi primera vez. Me acuerdo que gané y con la marca que hice gané la primera serie también y los chicos de esa serie se enojaron y no quisieron subir al podio. Así que quedé solo arriba recibiendo la premiación”, recuerda.
En el Chaco nada salió según lo planificado. “Me liquidaron en ese torneo. Ahí empecé a darme cuenta de lo duro que era el atletismo de verdad”, admite. Como una parábola de la vida, después de ese poco pedagógico viaje al Chacho llegaron varios más y uno muy largo a China, tras ganar una carrera de calle. “Dios tenía guardado algo más para mí. Y creo que todavía tiene cosas mucho más grandes para darme”, dice. “El sueño que tengo ahora me lo fueron poniendo mis amigos, mi entrenador. Antes soñaba con el fútbol, ahora sueño con los Juegos Olímpicos, con un Mundial de atletismo, con participar en una Diamond League. Siempre me puse sueños grandes, desde chico. Guille, mi entrenador, me dice que lo que tengo de bueno lo tengo de malo y son las metas que me pongo”.