Corría el año 2001 y, para ese entonces, un tal Lars Von Trier ya había dejado su sello en mi imaginario con dos obras que me habían emocionado, movilizado e incluso trastornado bastante: Contra Viento y Marea y Los Idiotas. 

Aquellas eran épocas para ser fan, para apegarse a expresiones que lo transportasen a uno lejos del diario y del corriente; y Björk –increíble artista islandesa y única extraterrestre sobre esta tierra– formaba sin duda parte de esa lista de objetos de adoración; con sus gritos, sus letras, sus juegos vocales y la emoción de su música, hipnótica.

Escuchaba todos sus discos, esperaba la presentación de sus videos, revisaba sus vestuarios para los recitales: todo en ella era interesante y fascinante. Miraba los conciertos que daba por el mundo y disfrutaba las perlitas de sus peleas a puño cerrado con periodistas que intentaban fotografiar a su hijo. Ya la había visto en vivo en 1998, durante su primera visita a la Argentina, cuando vino a presentar su disco Homogenic. La felicidad se coló con mi amiga Elisa y conmigo esa noche en el Luna Park. Ansiosos y eufóricos, nos abrazamos, cantamos, gritamos, lloramos y temblamos en ese show. Todo fue mágico, ella era un hada habitando con precisión cada centímetro del escenario; vestida de gris plata, en un traje que portaba alas entre sus puños y su cintura, brillando, de aquí para allá.

Dos años después de aquel concierto me enteré de que Lars Von Trier, quien se había ganado mi atención y admiración, estrenaba una película con Björk como protagonista: Bailarina en la oscuridad / Dancer in the Dark.

Me acuerdo que decidí ir al cine solo. Caminé feliz rumbo al Gaumont uno de esos miércoles con entradas a mitad de precio. Me senté en la butaca como un niño esperando a que comience la función. Había intentado no enviciarme de críticas o comentarios sobra la película, quería ir lo más virgen de información posible. Pero recuerdo que también estaba preparado, y podía imaginar lo que se vendría o darme una idea del efecto que el director intentaría causar. Así que ahí seguía sentando, regodeándome del preámbulo, emocionado, entre la expectativa y la cautela.

También recuerdo mi prejuicio de aquel entonces para con los musicales, lo cual me daba un poco de miedo o desconfianza. Aunque días antes había visto en la Sala Lugones Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, con Catherine Deneuve –también actriz de Dancer in the Dark– y ese prejuicio ya no era tal, porque había disfrutado muchísimo ese momento.

Apenas empezó la película, apareció el huracán de emoción, y yo empezaba a reaccionar; por un lado algo de esa expectativa se cumplía, y por el otro yo estaba cada minuto más adentro de la trama. Tema tras tema, plano tras plano, escena tras escena, iba haciendo a un costado mi cabeza y mi razón, e iba entregándome a la empatía y el hechizo de Selma, la protagonista de la historia.

Selma es una inmigrante, muy frágil, y se está quedando ciega, trabaja en una fábrica alienante y solo es feliz y escapa de su realidad con la música; canta y baila inspirada en los sonidos más inesperados: el de las máquinas, las puertas, las pisadas, el fragor. Vive y trabaja para juntar dinero destinado a una operación que hará que su hijo no sufra la misma ceguera evolutiva que ella padece.

La tragedia y el melodrama escalaban entre musicales fabriles, miserias, agonía y desdicha; y yo solo sentía una perturbación física, casi ajena al marco de mi sencilla historia cinéfila. La angustia era corporal, del corazón, mi respiración no era la habitual. Algo se había modificado en mí. Esta película despertó algo del orden de lo visceral, lo somático, e incorpóreo, del llanto impúdico y fresco del niño desafectado del contexto, del tiempo, del espacio, del vecino de butaca, de todo. 

Salí del cine a la medianoche de un día de marzo de 2001 en plena Plaza Congreso, turbado y un poco perdido. Recuerdo que caminé mucho tiempo sin rumbo, y lloraba… Y de golpe me forzaba a la racionalidad y me decía: “¡Listo. Ya está, es una película, ya pasó!” pero a los cien metros ya estaba llorando de nuevo. Tengo el recuerdo de deambular por Buenos Aires angustiado, en una madrugada bien gris, densa, casi como de niebla en la ciudad.

Me fui del cine del barrio de Congreso con impotencia ante la injusticia, pensando en el capitalismo que devora a los más débiles, y en las personas que abusan del poder y ejercen la tiranía sobre los demás. Curiosamente, unos meses más tarde, esas mismas calles serían el escenario de distintas luchas y madrugadas de resistencia e impotencia ante atropellos contra derechos humanos, también producto de ese capitalismo feroz. 


Lalo Rotavería nació en Tres Arroyos en 1975. Es actor y técnico en administración y gestión de políticas culturales. Se formó como actor en la EMAD, con Pompeyo Audivert, Rafael Spregelburd, Matías Feldman y Ciro Zorzoli. Como actor de participó en las obras La terquedad, Tres finales, Bloqueo, El pánico y Bizarra, una saga argentina de Rafael Spregelburd, Cumbia para camaleones de Valeria Correa, Enefecto de Alberto Rojas Apel, Teatro Solo de Matías Umpierrez, Neón de Agustina Muñoz, El hecho y Los sueños de Cohanaco de Mariana Chaud, La escuálida familia de Lola Arias, El piquete, Carne Patria y Hotel Rosi de Pompeyo Audivert, Unos viajeros se mueren de Daniel Veronese y Alejandro Tantanián, entre otras. Actualmente actúa en La terquedad de Rafael Spregelburd en el Teatro Cervantes.