La mejor palabra es hechizo. Eso de lo que acusaban a las brujas. Y lo que después las canciones melódicas, los boleros, las cumbias, los tangos, y seguramente muchos más géneros musicales que no conocemos incorporaron a la canción amorosa: el hechizo, la hechicera. Y no es algo de lo que muchas mujeres reniegan. Ese tipo de hechizo, enraizado en un saber instintivo o ancestral, o ambas cosas mezcladas, es un tipo de poder que siguen ejerciendo diariamente muchísimas mujeres de diferentes etnias. Las del Amazonas, por ejemplo, que es en sí mismo un universo desconocido, poblado por centenares de pueblos cuya interconexión se ignora o no existe. Nunca olvidaré el paseo por el mercado de Belem, donde un poco más allá de los puestos de pescados y de frutos, donde se exhiben mangos del tamaño de sandías, están las hechiceras, y una de ellas me agarró del brazo. No pude zafar ni entender nada de lo que me decía mientras me mostraba decenas y decenas de frascos con hojas e insectos rehogados en alcohol. Había allí, en esas tiendas de techo de paja, muchas mujeres de caras pintadas de colores fuertes y plumas en las cabezas, con soluciones para todo. Para el cuerpo y el alma.
Pero no es ése el tipo de hechizo al que me refería. Podría llamarle hipnosis, pero es más específico decir hechizo, porque la hipnosis suprime la voluntad, mientras el hechizo la vulnera, la controla; el hechizo requiere interacción entre el hechicero y el hechizado. Más que una técnica es una relación. Y estamos pasando un tiempo en el que se hace completamente insoportable convivir con el hechizo que construyó el poder, el verdadero poder, y que precisamente porque se está agrietando, deja ver la mueca insoportable que hace unos meses parecía una sonrisa.
La sonrisa Pro. El cambio de Cambiemos. El cambio en su rictus. El cambio en las encuestas. El cambio en el humor social. Sus obscenidades, sus furcios, su falta de dimensión de la impunidad que les da controlar las voces públicas, su impericia constante, su amoralidad, son latigazos que caen en el lomo de la sensibilidad de millones. Hay voces desesperadas gritando lo que gritarían muchos otros si alguien los escuchara, como la de esa mujer que vimos esta semana en las redes y cuyo grito le daba texto, volumen, fundamento, corpus, sentido completo al insulto que comenzó en las canchas. La habrán escuchado. Esa mujer alimentó a sus hijos en comedores y durante la década pasada pudo comer en su casa con su familia, y se niega, se resiste con toda el alma y la furia, a que sus nietos vayan ahora de nuevo a los comedores, como sus padres. Se cortó el círculo virtuoso. Esa mujer resumió todo. Los hijos viven peor que sus padres. Mientras en CABA hay gente que se mete en cabinas con césped de plástico a relajarse, los nietos de los que comían ya no pueden ser alimentados por sus padres. Punto.
La abrumadora impunidad, la concentración tremenda de poder, puede generar hechizos colectivos y eso desde Goebbels no es ninguna novedad. Pero la conciencia de ese mismo poder desaforado y sin contralores cae a su vez en su propio hechizo. Se autohechiza, se vuelve inconsciencia, muta en narcisos políticos que sólo se ven a sí mismos y siguen hablando solos mientras les gritan “¡Mentira!”. Pierden total contacto con lo real. Respiran dentro de su burbuja de potencia y capacidad de daño. No hay ningún momento de las vidas de quienes pertenecen a ese núcleo de poder en el que el afuera ponga en cuestión que no tienen el derecho del que siempre se han creído destinatarios “naturales”. ¿Qué ridícula “naturaleza” es ésa? Quitan derechos para achicar gastos, dicen, pero no lo harían si no estuvieran convencidos de que son los únicos que pueden concentrar no sólo bienes sino también derechos que vistos de cerca son delitos: quedarse con lo propio y con lo ajeno. Llevan en sí el rastro lejano pero transmitido generación tras generación del colonizador que vino un día y dijo: acá no hay nadie humano, y esto es mío.
Hay que romper el hechizo.