Encontraron a su madre. Por fin. La mamá, la mujer, el fantasma, que Marta Dillon ha estado buscando desde la noche en que los militares se la llevaron de su casa cuando ella era una niña de 12 años, aparece en las primeras páginas de este libro. Pasaron como mil años: aquella niña educada bajo la tutela metódica de una orfandad reprimida en la espera, ya es madre de dos hijos, se encuentra paseando en otro país y está –como cualquiera que no la viera por dentro podría suponer– desprevenida. Una llamada telefónica le anuncia que el Equipo de Antropología Forense ha determinado la identidad de unos cuantos huesos hallados en una fosa junto con otros huesos de conocidos y desconocidos. Es el esqueleto de Marta Taboada, desaparecida hasta ese preciso instante. La madre aparece desde las sombras, sin vida, en forma de esqueleto sobre el que se ha levantado toda una filiación de años robados. La historia comienza por el final feliz más triste del mundo, y marca uno de las felicidades más dolorosas de la historia argentina.
¿Para qué podría querer esos huesos a esta altura del partido? El entierro heroico que proponía la historia de Antígona no es exactamente la que propone la historia que cuenta este libro. La joven valiente y desaforada contaba por un lado con un asesino en el poder, un tirano a desafiar y, por el otro, con el cuerpo del hermano asesinado todavía caliente. ¿Qué poder simbólico tienen estos huesos cuando los asesinos se han vuelto unos ancianos patéticos, destronados por el tiempo y acorralados por una justicia intermitente? ¿Qué relación queda entre la carne y el calor del abrazo materno con estos restos tanto más cercanos al destino de NN que al del nombre propio?¿Qué se supone que la hija debería hacer con ellos ahora?
Los huesos de la madre, amorosos y protectores, se disponen incompletos sobre una mesa, como una mesa servida y como una mesa de autopsia y se muestran capaces de contar lo más posible. El momento en que Marta Taboada fue acribillada, en qué esquina, con qué compañeros, qué ropa usó los últimos días, qué últimas imágenes habrá visto y qué palabras dijo, decía, solía decir.
Marta Dillon, con inteligencia y maestría en este libro deconstruye una trayectoria que comienza como hija mayor con tres hermanitos en una casa familiar de los años 70 y que militancia mediante, deviene HIJA con mayúsculas. Con Aparecida marca un giro fundamental en los discursos que proponen pensar las vidas íntimas y las vidas sociales signadas por la violencia de Estado durante la última dictadura militar. Es el relato de un reencuentro que consigue desandar la narrativa de la búsqueda, del clamor por justicia y de una identidad fundada en la ausencia. Aparecida es una crónica personal y política que amalgama lo que parecía desmembrado para siempre: por un lado la celebración y por el otro el duelo no sólo por la madre muerta sino por la hija que ya no es. También es un tratado de la memoria que habilita preguntas incómodas y necesarias: ¿Los desaparecidos aparecen cuando aparecen sus huesos? ¿Vivos y muertos comienzan a descansar en paz juntos tras la ceremonia del entierro? Sin duda con este libro, lectores y lectoras quedamos impulsados por la fuerza militante de una autora comprometida para que el grito, las lágrimas y la esperanza no se terminen en un punto ni en una marcha ni en ninguna de las formas aviesas del olvido.