En la sociedad y entre los economistas profesionales, no en la academia donde el tema es más variado, parecen coexistir dos teorías de la inflación, una para consumo y debate público y otra, digamos, real. La primera remite a una serie de lugares comunes, muy transitados, vinculados a la monetización del déficit, las tasas de interés y la emisión monetaria, nada que el lector no encuentre cotidianamente en la prensa o en los libros de economía convencional. La segunda, que con alguna pretensión definimos como “real”, es la que sirve para comprender el fenómeno. Al igual que la primera, la segunda se corresponde con una determinada corriente de pensamiento económico, pero es la que con pragmatismo la mayoría de los actores utiliza cuando se trata de explicar el fenómeno: la “inflación de costos”, que explica el aumento generalizado de precios como resultado de los cambios en los “precios relativos”.
Los precios relativos son los precios que participan en la formación de todos los restantes precios de la economía. Así dicho parece tautológico, pero no lo es. En la economía local estos precios relativos son fundamentalmente tres: el tipo de cambio, los salarios y las tarifas, incluidos los combustibles. El tipo de cambio es determinado por decisión del gobierno sobre la base de la disponibilidad de dólares de la economía. Las tarifas también son determinadas por el gobierno sobre la base de los costos de producción de los servicios públicos a que refieren, pero son también precios “políticos” en tanto pueden ser regulados o interferidos, por ejemplo con subsidios. Finalmente, el nivel de salarios depende, en primer lugar, de las relaciones de poder entre el capital y el trabajo, una relación en la que el gobierno puede ser neutral o no, para cualquiera de los dos lados.
En contraposición a los precios relativos, el resto de los precios de la economía son establecidos mayormente por las empresas como resultado de “trasladar los costos” que representan estos tres precios relativos más una tasa de ganancia dependiente de las condiciones de cada mercado. En el medio existen otros procesos, pero estos son los trazos gruesos que diseñan la estructura del proceso de formación de precios. Para marcar y remarcar sus precios los empresarios no miran el déficit fiscal futuro o la cantidad de dinero asociada a una potencial monetización de ese déficit, sino que se basan primero en sus costos de producción y en la eventual demanda, vinculada al nivel de actividad.
Contra la pauta política de apriete para paritarias, el 15 por ciento anual de referencia para 2018 lanzado en diciembre por el BCRA con los fórceps de la jefatura de Gabinete, los datos del Indec difundidos esta semana sumaron desprolijidad. Mientras los funcionarios insisten en la “desinflación”, palabra que ya se convirtió en símbolo de época, la inflación minorista del IPC acumuló solamente en los dos primeros meses del año el 4,2 por ciento. En tanto la mayorista del IPIM voló el 9,6, siempre para el primer bimestre y dando por ciertas las nuevamente cuestionadas cifras oficiales. Sin ahondar en la relación entre precios mayoristas y minoristas, ni abordar series históricas que correlacionan traslados, lo cierto es que la pauta inflacionaria del 15 anual rápidamente asumida por el sindicalismo más amistoso con el gobierno, carece ya de todo rigor si se excluye la voluntad evidente de ajustar salarios a la baja.
¿Qué pasó? Hubo un descalabro de precios relativos decidido por el gobierno. Desde diciembre último se dejó deslizar nuevamente el tipo de cambio, con un dólar que desde la asunción de cambiemos más que duplicó su valor en pesos, es decir con una devaluación de más del 50 por ciento, y volvieron a retocarse al alza las tarifas. Como los combustibles están dolarizados el traslado representa un mecanismo de indexación automática. Es decir de los tres precios relativos con impacto en el conjunto de los precios se corrieron dos al alza, el tipo de cambio y las tarifas, incluidos los combustibles, proceso que intenta compensarse con la contención y reducción de los salarios, vía la “meta salarial”, falsamente denominada “meta de inflación”. El de Cambiemos es un universo de eufemismos. No se requiere una astucia especial para identificar qué sectores son los que se benefician de la puja distributiva emergente de los cambios sucedidos y esperados en los precios relativos. Ganan los exportadores y los dueños de las empresas energéticas y de servicios y pierden los salarios. Luego, como los salarios tiene peso en el consumo, que representa alrededor de dos tercios de la demanda agregada, las consultora de las city que participan del dibujo del REM, el relevamiento de las expectativas de mercado del BCRA, se ven obligadas a ajustar mes a mes la evolución del PIB. Claro que en el ámbito del “como sí” de los economistas profesionales, la causa de este ajuste no es la caída esperada de la demanda como resultado de las bajas salariales, incluidas las jubilaciones, sino la contracción de la oferta producto de la sequía en el agro pampeano, lo que no quiere decir que esta disminución no haga también su aporte.
Definidos los trazos gruesos de los procesos de formación de precios cabe preguntarse por qué se utiliza una interpretación para el debate público y otra para explicar el proceso real. Una respuesta posible es la ideológica: las inflaciones de demanda y monetarias excluyen el conflicto social y parecen pertenecer al ámbito de una macroeconomía pura. La inflación de costos, en cambio, introduce de lleno el problema en el ámbito barroso e impuro del conflicto distributivo. La primera interpretación aparenta ser un problema “científico”, la segunda es claramente un problema de economía “política”.