• Cerca del año 82 fuimos arreados, a través del Sindicato de Músicos, hasta Sadaic, donde rendiríamos el examen para entrar y pertenecer. La apuesta era sencilla: muy poco de música y escribir unos versos sobre un determinado tema. Sentados en pupitres tipo escritorios, un "maestro" iba sacando al azar unas tarjetas de cartón con un título arriba escrito a máquina sobre el cual deberíamos referirnos. A mí me tocó "Bajo la foresta". Decidí hacer algo complicado y aún recuerdo esos versos: "Bajo el insigne corredor de furia/ matriculado el gallo en su burda cresta/ pernocta el Belcebú de los kiosqueros/ estigmatizado como el dios de la foresta...".

    Y así por el estilo en otros sucesivos versos. El tipo miró mi hoja y solo murmuró:

    -- Técnicamente es impecable, pero no se entiende nada.

    -‑ Disculpe señor, es que soy un poeta incomprendido -le retruqué muy serio. Me aprobó, pero cuando me fui seguía leyendo y moviendo de un lado a otro su cabeza, desaprobando todo.

     
  • Aquel músico de La Trova fue invitado a tocar con su banda luego de la medianoche de Navidad. Un amigo entusiasta lo había hecho. El evento era en una quinta con pileta y comerían, brindarían y luego darían un petit recital al tono. En un aparte, el amigo del cantante lo llamó y sigilosamente desplegó un nylon bajo el cual había un disfraz de Papá Noel completo. "Es un sorpresa para los pibes... voy a aparecer sobre el borde del quincho, arriba y se van a morir de sorpresa y alegría". Así fue: en un momento dado se apagaron las luces, el disfrazado largó un "¡Ho, ho, ho!", y su figura se apareció en la altura portando para mejor efecto un candelabro encendido. Lo que no previno fue el material del traje: papel altamente inflamable que al ser rozado por el fuego empezó a arder. Entonces aquel Santa Claus se convirtió en una bola ardiente, quien al verse en peligro optó por tirarse a la pileta, con tan mala fortuna que le erró y cayó sobre unos ligustros. Los adultos fueron corriendo al salvataje, los niños aplaudían por el show. Resultado: el recital suspendido, una pierna rota y la internación de un Noel chamuscado y terminante. "¿Quién me manda a mí a agarrar un menorá (candelabro judío) cuando estoy bautizado? ¡Es la maldición de las religiones!"

     
  • El músico había conocido a la dama en el sur, sin internet ni teléfonos; por ende quedaron en que ella le enviaría una carta a una dirección en Buenos Aires, donde él solía guarecerse para trabajar en la City. Esa esquela confirmaría la necesidad de verse o no: si no arribaba significaba que la relación había sido fugaz, en cambio si llegaba podrían continuar juntos la aventura. Nunca recibió el artista mensaje alguno, y el tiempo y el acuerdo pactado fue borrando todo. Eso ocurrió cerca de los '90. En el 2000, juntándose para una despedida, el dueño de la casa que años antes el músico había elegido como destino de la carta de su querida sureña, extrajo de su bolso una que le extendió sobre la mesa: "La encontré dentro de un armario. Había llegado, pero me olvidé de dártela... después desapareció, y ayer, revolviendo cosas, apareció de nuevo. Estaba fechada en 1990 y empezaba diciendo algo así como 'te escribo para que sepas que estoy juntando plata para el aéreo y vernos. Si me contestás voy, caso contrario, bueno, seguro habrás decidido olvidarme'". Pasajes más, pasajes menos, era lo que estaba escrito. El músico tomó un sorbo de vino y miró a su interlocutor, quien con los ojos le estaba pidiendo disculpas por el olvido y ser peaje de un amor que pudo haber sido y no fue. "Nunca es tarde", agregó con sentido humor negro.

     
  • Habían tocado en el bar La Puerta y les había ido muy bien. Dinero fresco, algunas bebidas y el festejo al encontrarse con amigos errantes, colegas y añoranzas. Surgió la invitación de ir hasta los suburbios para festejar el cumpleaños de una dama cercana al círculo, entonces hacia allí se encaminaron. Un barrio de tierra, bombitas encendidas y un gran patio adornado. Al rato de brindar y tomar apareció la pesadilla de la noche: el hermano de la chica; un embarcado ebrio y provocador.

    -‑ ¿Qué clase de músicos son que no trajeron sus instrumentos? barruntó con algo de razón.

    -‑ Los dejamos en el boliche -se le explicó.

    -‑ Lo hicieron porque no les gusta tocar para la gente humilde, por eso -dijo con rencor y alcohol mezclados. Luego, la torta y los saludos.

    -‑ Ey, cuidadito con besar a mi hermana, che bigote, no te hagás el lindo. Les gusta soplar la vela, se nota. ¿Hay de esas camisas para hombre?" Y así por el estilo.

    La hermana lo retó en un costado y el asentía cabeceando como los borrachos cuando se hacen los tiernos. Al rato prosiguió:

    -‑ Che, saquen a bailar a las damas ¿O son putitos?.

    -‑ ¡Marche un maricón para la mesa seis! ¡No queremos drogadictos en el barrio!

    Fue imposible callarlo. La solución la trajo un músico amigo, doctor de profesión, quien en un descuido le depositó en la bebida un poderoso somnífero. Antes de caer en un sillón masculló:

    -‑ Viva Perón, y muerte los comunistas que se hacen los artistas.

    Fue su última rima de la noche. Dicen que durmió dos días.

     
  • Ser pobre, sin obra social, músico en ciernes de la Trova y dolor de muelas era un cóctel temible.

    -‑ Tengo una amiga que te atiende barato a la vuelta de mi casa, la conozco. El único inconveniente es que le gusta mucho la música -acercó la ayuda un colega. Hacia allí fue acuciado por la desesperación. Luego contó las peripecias:

    -‑ Me recibió una gordita divina quien me invitó a sentarne en el sillón y rápidamente ponerse a investigar en mis dientes y muelas. Encontró de todo, menos plata y salud.

    Para tener un tema de conversación antes de la anestesia y etcéteras, el pibe la inquirió:

    -‑ Me dijeron que te gusta mucho la música.

    Ella, ni corta ni perezosa mientras le dormía a pinchazos la zona, apretó un botón de la doble cassettera, de donde emergió por espacio de dos horas y durante los días subsiguientes de tratamiento la voz delicada de José Vélez y sus éxitos. Le empezaron a doler por igual la dentadura y los oídos. Aún hoy se sabe de memoria todas sus letras y melodías. ¡Qué más da, qué más da, qué más da, que me llamen el bala perdida!

     
  • La canción se llamaba Dormite patria y fue estrenada en el Monumento a la Bandera entre el '82 y el '83, festejando en un acto por el advenimiento de las próximas elecciones y la reanudación de la democracia. "Dormite patria sobre mi camisa olvidate pronto de los que te pisan", "Dormite patria como mi enamorada llevo tu corpiño atado en mi lanza", decía en algunos párrafos. Por ser un estreno, logró un impacto interesante en el público y el autor se retiró de escena satisfecho. Bajo la estatua de Belgrano que oficiaba de camarín interno, se le aparecieron dos señores de trajes oscuros quienes lo increparon suavemente, pero muy enojados por lo que había hecho.

    -‑ ¿No le parece una falta de respeto hablar así de la Patria? -exclamó uno. -‑No se meta con los símbolos sagrados -dijo el otro.

    El autor, mirándolos desde abajo, cotejó la escena y aquello le pareció histórico: estaba hablando con dos bestias cavernarias, sobrantes de los servicios, ofendidos en su papel de tutores del honor y las buenas costumbres. Lejos de enojarse y sacarlos carpiendo, sencillamente, les pidió perdón anoticiándolos que si veían a la Patria misma le extendieran las disculpas.

    -‑ Es que ustedes deben hablar con ella, como hablan los obispos con Dios, y yo no puedo hacerlo, apenas le escribí esta cancioncita. Llévenle mis excusas y mi agravio les juro será limpiado con una confesión en mi iglesia.

    Lo miraron y, sin desconfiar del artista, se retiraron muy orondos de haber cumplido con la sacrosanta misión de defender los valores de la Nación.

     
  • Tenía yo una Faim modelo 335 que sonaba mal y era pésimamente tocada: se me enganchaba la púa, le erraba a los acordes y todo iba empeorando hasta que cantaba: recién ahí emparejaba la perfomance. Como era muy tímido para encarar solo el micrófono nunca pude despegarme del instrumento que me protegía. Por ende, aprendí a simular que ejercía el control sobre el encordado moviendo los dedos ¡con el volumen mudo! Total, siempre me rodeé de guitarristas profusos que emparchaban mi ausencia. La clemencia, la compasión y la amistad de mis colegas me permitieron aquella simulación en pos de mi salud mental. Les agradezco ser cómplices de una ficción que derivaba en al menos, considero humildemente, buenas canciones. ¡Les estoy muy agradecido!
 
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