La diputada radical Carla Carrizo coló, entre las preguntas al Jefe de Gabinete Marcos Peña, una sobre el monto actual del sueldo de los obispos. El ministro respondió, los purpurados hicieron trascender su malestar, de modo informal y rotundo a la vez.
Uno de ellos, Sergio Buenanueva (de San Francisco, Córdoba) formuló declaraciones periodísticas. Se expresó molesto porque se indagaron datos que están en el Presupuesto. Lo público es divulgable por definición… seguramente le incordia que se conozca.
El arzobispo platense, Héctor Aguer, aportó a la polémica. Contó que los sacerdotes rasos no cobran del Estado y deben vivir de las colectas que hacen los feligreses, que justipreció como “miserables”. Este cronista es incompetente para ratificar ese dato, el otro es casi exacto. Hay apenas un puñado de curas seculares a los que se confiere un pago, mínimo comparado con el ingreso de los obispos.
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Quienes perciben mes a mes haberes del Estado son los obispos, los curas de frontera, los seminaristas y los capellanes castrenses. Los fondos no se entregan personalmente a los beneficiarios, se transfieren a la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), que tiene a su cargo la distribución.
Se habla de “sueldos y jubilaciones” lo que es impropio jurídicamente. Son “asignaciones”, no concernidas por la Ley de Contrato de Trabajo u otras regulaciones salariales. Los beneficiarios no cobran aguinaldo ni vacaciones. No realizan aportes jubilatorios ni pagan contribuciones o impuestos.
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Subsisten poquitas leyes dictadas por la dictadura cívico militar, entre ellas las tres que instituyeron los beneficios que comentamos.
La 21950 estableció la asignación mensual a dignatarios católicos, fue firmada por Jorge Rafael Videla y conformada por el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. Ambos rubricaron después la ley 22161 que previó una asignación mensual a curas párrocos de frontera. La ley 22.950, firmada en octubre de 1983 (ya de salida) por el dictador Reynaldo Benito Bignone, impuso el “sostenimiento para la formación del clero de nacionalidad argentina”.
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Los párrocos de frontera son subsidiados como continuidad de una política exterior abandonada hace años, en buena hora.
Hasta la recuperación democrática, los países limítrofes eran considerados amenazas. Eventuales guerras con Brasil o Chile, las principales hipótesis de conflicto.
Se temían ofensivas militares o avances sobre la cultura o la lengua argentinas. Los curas eran parte de la línea defensiva contra la nefasta influencia de los pueblos hermanos. La integración subcontinental relegó al pasado ese delirio pero los pagos continúan.
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Los capellanes castrenses entroncan con un capítulo peor, el del terrorismo de estado o el autoritarismo como piso. Ligados ideológicamente a las Fuerzas Armadas, proveyeron arquetipos como el vicario castrense Victorio Bonamín, uno de los profetas del golpe de 1976, que reclamó la unión de “la Cruz y la espada” y anunció un Jordán de sangre que purificaría al Ejército. Reivindicó luego la tortura, negó las violaciones de derechos humanos.
Más cercano, en este siglo, queda el recuerdo del obispo castrense Antonio Baseotto quien, discrepando con el ministro de Salud Ginés González García sobre la despenalización del aborto, sentenció: “quienes escandalizan a los niños” merecen “ser arrojados al mar con una piedra de molino atada a su cuello”. Un modo enfático de intervenir en un debate en el que (ahora dicen) deben escucharse todas las voces.
El entonces presidente Néstor Kirchner suspendió a Baseotto en sus funciones, dejó vacante el obispado, que fue reactivado por el actual primer mandatario, Mauricio Macri. Se les reconoció a los obispos castrenses rango y sueldo equivalente al de Subsecretario de estado, un importe mucho mayor al que reciben sus demás colegas.
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Las partidas para la mayoría de las retribuciones forman parte del presupuesto de Cancillería y las asigna la Secretaría de Culto. Es difícil acceder a ellas, por la maraña burocrática más el secretismo al que adhieren demasiados funcionarios.
El Ministerio de Defensa administra el presupuesto para los obispos castrenses, que se guarda bajo siete llaves, no muy republicanas.
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La Iglesia es beneficiaria de múltiples exenciones impositivas.
El principal recurso estatal que percibe, en especial de las provincias, son las subvenciones a los establecimientos de educación religiosa privada.
Suele alabarse, con justicia, su aporte para educar a chicos y chicas de hogares humildes. Lo callado, en este punto, es que buena parte de la plata que los sostiene es aportada por los contribuyentes.
Escasean los estados no confesionales ni fundamentalistas que pagan sueldos o sucedáneos a sacerdotes. El estado republicano laico prevalece en la experiencia comparada. Uruguay y Brasil, acá nomás o Francia en Europa son ejemplos accesibles.
En casi todas las naciones de Occidente, la Iglesia o la grey sostienen a sus pastores. En la Argentina muchos curas cobran algo en las escuelas que dirigen o en las que enseñan. En general, mucho menos que los obispos.
Desde 1983, oficialismos bien diferentes coincidieron en no ponerle el cascabel a ese gato, para ahorrarse enfrentamientos con la Jerarquía de la Iglesia Católica. Lo que debería ponerse en cuestión son los alcances del estado laico en la Argentina, otro gato sin cascabel.
La falta de transparencia informativa dificulta corroborar si es exacto que, como sucedió durante décadas, los obispos que fueron retirados por escándalos o delitos reciben puntualmente su mensualidad vitalicia. Y, en caso afirmativo, cuál es la causa de dichos pagos.
Tal vez sea una pregunta interesante para formularle a Peña en su próximo raid por el Congreso.