Competíamos en todo, sin reglamentos ni jurados, sobre el ancho ring sin sogas de la primera amistad. Nuestras casas también estaban enfrentadas, en cada orilla de un río de adoquines de una San Luis doble mano. Por las noches, mi vereda se adornaba con sillas, vecinos y una   radio sonando. En la suya, un Valiant IV, ocupaba el frente de una casa de dos pisos con las ventanas siempre cerradas. Las nuevas construcciones subían desde el este, como un hilo de mercurio,  cambiando poco a poco la fisonomía del barrio. Dos placas doradas, con el título de odontólogos pegadas a un costado del timbre, terminaban de diferenciar ambas viviendas. "Al saber le llaman suerte" era mi frase favorita repetida cada vez que llenaba mis bolsillos con bolitas o figuritas ganadas sin tongo. Mi habilidad se extendía con el yo‑yo y  los juegos de cartas. Marcelo me superaba en toda actividad física. Practicante de judo y nadador federado, se desquitaba conmigo en tierra, arena y agua. En la escuela fiscal, el guardapolvo nos igualaba por fuera. Las competencias en las pruebas de matemáticas nos obligaban a llevar una tabla de resultados. Nunca supe si mi amor por Miriam fue genuino o si en realidad fue parte de otro desafío. Pero había una carrera que se había convertido en una obsesión. Después de cualquier discusión, la invitación, "te juego un pique". Los cien metros llanos partían desde un poste con astillas en la esquina de calle Crespo, hasta la tapa de una boca de tormenta al llegar a Iriondo, la pista se extendía por la acera de mí adversario, generalmente libre de obstáculos. Mis piernas largas, mi amor a la velocidad y mis pocos kilos hicieron que mi pie izquierdo siempre pisara la meta unos segundos antes que la de mi oponente. Su caballerosidad ante la derrota, dejaba abierta la puerta para la revancha eterna. Nos dábamos la mano y volvíamos abrazados, acompañados por la jadeante promesa del perdedor, "ya llegará el día en que te gane. Sólo es cuestión de tiempo". Con el cuerpo inclinado hacia atrás, le pegué muy abajo a la flamante número cinco de cuero con gajos blancos y negros. El esférico tomó un vuelo incierto cruzando el tapial de don Mafucci, un italiano propietario de un loro cantor, haciendo estragos en su patio sin plantas. Un ruido de chapas vjunto al grito del papagallo, precedieron los alaridos del dueño de casa. "¡Mamma mía! ¡Vittorio! ¡Vittorio! ¡Non voglio permitire questo crimine!"

Abandonamos el lugar de los hechos por varias semanas, antes de que el siciliano ganara la calle. Al cabo de un tiempo, nos alegró escuchar    "O Sole mío", interpretado por Vittorio, como si nada hubiera ocurrido. "Ni se te ocurra pedirle la pelota, es un viejo facho", intenté adelantarme al pensamiento de mi compañero. "Qué va a ser facha si anda siempre con la misma camisa negra y el pantalón gris gastado", me contestó confundido. "Facho dije, de fascista, no de fachero", le  intenté explicar desde mis conocimientos adquiridos como escucha de conversaciones prohibidas entre mosquitos y olor a espirales. "Son los tipos que no sólo les gusta hacer ostentación de su poder, también gozan con el sufrimiento del más débil. Ahora la de cuero está en su poder... olvidate". Fiel a nuestra historia, hizo lo contrario. Negoció puerta cerrada mediante con el vecino. Tenía que contar todas las baldosas de la vereda si quería obtener lo deseado. No sé si por amor al fútbol o para no dejarlo sólo en la injusta penitencia, conté también aquella tarde uno por uno los cuadraditos grises. "¡Don Mafucci, 6000 baldosas  hay en su vereda!"  Ilusionado, informó mi amigo los resultados de su  tarea, después de golpear las manos. Tras un silencio prolongado, competí con el contador. "5.975 son, señor Mafucci..."

"¡La matemática no é una opinione, mascalzone! No hay niente. Dejen de escorchar. ¡Finíshela!", fueron las últimas palabras del gringo antes de revolear los restos de la redonda tajeada y con la cámara reventada hacia afuera como una burlona lengua negra. "Sólo aprovecho la oportunidad, faltan dentistas en España. Hago una diferencia y me vuelvo", mintió Marcelo en la noche de su despedida, a principios de los ochenta. Nunca supe más nada de su vida. El año pasado me solicitó amistad por las redes sociales con un número y una palabra: "6000 baldosas". Lo acepté de inmediato, "5975". Nos reencontramos para las últimas fiestas en la vieja esquina. Hablamos de todo sin parar. En un respiro, el europeizado me espetó: "Te juego un pique". Al menos de despareja y poco seria se podía catalogar una competencia entre el campeón de tenis categoría veterano de la ciudad de Tenerife contra   104 kilos de asado, cerveza y vino de su oponente, pero los que conocemos profundamente la historia sabemos que no existe antecedente alguno de un arrugue. A la cuenta de tres nos soltamos de la gruesa columna de cemento armado para dejarnos llevar en un trote suave,  disfrutando del placer de sentirnos vivos, sin importarnos la meta,  mirándonos a los ojos. Al llegar a la mitad de la carrera tuvimos que detener la marcha para abrirle paso a dos pibes salidos de la nada, que corrían desaforados en contra mano, jugándose la vida en una apuesta.  Un corredor flaco, desgarbado y con rulos parecía aventajar al competidor rubio, morrudo y de anchas espaldas. Los vimos cruzar la línea de llegada, estrechar sus manos, abrazarse y dirigirse sonrientes  directamente hacia nosotros.

 

[email protected]