El primer golpe en la puerta de la casa de la calle Fader, a las tres de la mañana, despierta a Emilia, una niña de cinco años, que se queda quieta en la cama. En Burzaco, esa madrugada de invierno de 1976, casi todos duermen. Excepto Adriana, la madre de la niña, militante de Montoneros, preocupada porque su pareja Ernesto, el padre de Emilia, hace cuatro días que no se comunica con ella. “Oye golpes otra vez. Oye la voz de su mamá, pero no entiende qué dice, es como si su mamá no estuviera en la cocina, sino muy lejos de ahí. Oye ruido de cosas que se rompen contra el piso. Los gritos de la mamá. Las pisadas (…) Alguien entra a su cuarto y se acerca hasta su cama, tiene la respiración tan pesada que la hace temblar. Aun cuando los pasos se alejan y ella vuelve a quedarse sola, Emilia sigue temblando. Un tiro. Dos. Después, en la calle, una frenada de un auto, el golpe de varias puertas al cerrarse, dos motores que se encienden ásperos y arrancan. Enseguida, la ronquera de los motores alejándose. El silencio; las luces encendidas; el silencio. Desde la cama, Emilia ve las sombras que la luz dibuja sobre el piso de su cuarto y siente un amargor en la boca. Quiere levantarse, ir a buscar a su mamá. Un frío parece entrar en la casa, un aire helado que penetra en su cuarto y arrasa con todo”. En la novela La respiración violenta del mundo (Emecé), Ángela Pradelli narra, con una hondura inédita en su poética descarnada, la apropiación de una niña como si estuviera escribiendo una crónica, como si los hechos hubieran ocurrido y desplegara una resistencia a la reducción del espacio de la experiencia, desde una ficción verosímil que aspira a una verdad narrativa y empírica que confluyen en una certeza: hay que luchar contra la tendencia que considera el pasado bajo el punto de vista de lo acabado, lo inmutable, lo caduco.
Pradelli está convencida de que las herramientas de la ficción y la maquinaria narrativa permiten reabrir el pasado y reavivar en él las potencialidades incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas. Después del secuestro de su madre, una jueza cómplice de la dictadura cívico-militar decide que Emilia vaya a parar a un orfanato en Longchamps primero, para luego entregarla a un matrimonio de apropiadores que deciden llamarla Florencia. La escritora reconoce en la entrevista con PáginaI12 que el título de la novela fue “una tremenda iluminación” de su editora, Mercedes Güiraldes. “Ella me dijo que había pensado otras opciones. Cuando me dijo La respiración violenta del mundo, le pregunté: ¿De dónde lo sacaste? ‘Es una frase de la novela’, me dijo. Y me encantó”.
–¿La respiración violenta del mundo es una ficción tributaria de un libro anterior: En mi nombre. Historias de identidades restituidas?
–Sí. La novela nace en ese libro. Mi amiga Esther Cross dice que los libros descienden de otros libros; es una linda idea. A veces los escritores no sospechamos siquiera de qué libro; esa descendencia es débil, frágil, sutil, y uno no la ve. En este caso, para mí fue clarísimo que este libro venía de ahí por muchos motivos. El primero es que cuando terminé de escribir En mi nombre me quedé con unas ganas tremendas de seguir escribiendo historias de muchachas y muchachos que habían recobrado su identidad. Yo sentí –y se lo dije a la editora del libro, Rosa Rottemberg– que podía dejar de escribir y dedicarme a eso. Si alguien venía y me decía que a partir de ahora tenía que escribir sólo sobre eso, yo era feliz. En esa escritura encontré mucha felicidad, aun cuando escribía cosas tan dolorosas. No era que estaba feliz de que ellos hubieran pasado por eso, sino porque salieron de eso, pudieron recobrar la verdad y yo tuve el privilegio de poder contarlo. En ese momento eran 110 los nietos restituidos. A los pocos meses de que terminé ese libro estaba escribiendo la novela. O sea que para mí es muy claro que ese libro viene de ahí. No porque esté escrito desde un testimonio, no comparte nada con ese libro. Pero sí comparte una atmósfera, un enrarecimiento del aire, una respiración cortada. Yo no hubiera podido escribir esta novela si no hubiera escrito antes En mi nombre.
–A pesar de que es una novela, ¿por qué se la lee tan próxima al “testimonio”?
–No sé… No tomé ningún testimonio que tuviera esa historia y los lugares son todos de ficción. La casa de la calle Fader es donde vivía yo, pero no existe la casa que se describe en la novela. Como no existen los otros lugares: el bar El Paralelo, que en la novela está en la estación y en Burzaco era un bar que estaba en los fondos y que tenía características muy diferentes. Pero empiezan a pasar cosas raras cuando uno escribe un libro. Me escribió una profesora a la que le había dado unos capítulos inéditos de la novela el año pasado para que los leyera en clase, en un programa que se llama “Jóvenes y Memoria”. La profesora con los alumnos presentaron un proyecto, con ese proyecto concursaron y obtuvieron una mención. En ese proyecto, entre otras cosas, filmaron una de las actividades. La profesora me dijo: “Mirá, Angie, el hogar lo describiste igual”. Pero el hogar Infancias en la novela es una ficción. “Nosotros fuimos al Infancias a filmar”. Hay un hogar de niños en Longchamps, que no se llama Infancias, y la profesora pensó que era ese el hogar. “Aunque no lo puedas creer, todavía está la avioneta en el jardín”, me dijo la profesora. “Es ficción”, le dije. “Sí, pero la avioneta está”. Yo inventé esa avioneta y resulta que hay una avioneta en ese hogar de Longchamps. Lo digo y me vuelve a agarrar un escalofrío…
–Hay un encuentro entre abuela y nieta, probablemente deseado por los lectores de la novela, que finalmente no se produce. La novela deja en suspenso el recorrido que deberá transitar Emilia-Florencia para despejar la maleza de mentiras que construyeron sus apropiadores. ¿Por qué eligió dejar ese recorrido en suspenso?
–La reconstrucción de la identidad es un recorrido complejo. Emilia tiene una conciencia de su pasado, de sus padres, sabe que vivió con otra familia, en otro lugar, con otros padres. Me parecía muy ficticio si resolvía la cuestión de la identidad en la novela porque es algo que lleva muchos años. Yo tuve la suerte de conversar con varios nietos restituidos; aun cuando es gente que está contenta de haber recuperado su verdad, su historia, su nombre, no es fácil. No es todo tan simple o tan lineal. Hay muchas cosas muy difíciles en el camino, muchos pliegues, muchas idas y vueltas.
–Hay una frase que se repite varias veces en la novela: “la memoria conserva, se mueve, se aquieta, se afirma, duda”. Es como un estribillo poético de la novela, ¿no?
–No sé si es un estribillo… Para esta novela –y para En mi nombre– leí a Paul Ricoeur, que es el que me aportó más en relación a lo que la memoria es, lo que la memoria no es, lo que la memoria puede o no puede. El libro se llama La memoria, la historia, el olvido; es una maravilla. Me impresionó que en general se piensa a la memoria como blanco o negro: o te acordás o no te acordás. El recuerdo lo tenés o no lo tenés. Sobre el recuerdo se piensa que es como una fotocopia que tiene una nitidez tremenda. La verdad es que la memoria no es nada de eso. Un recuerdo se puede construir, aunque uno haya olvidado absolutamente un episodio. Hay muchísimas historias de gente que se acerca a alguien y le dice: “tu papá una vez me regaló un bolso que él hizo artesanalmente y yo lo guardé y te lo quiero dar”. Eso que parece una cosita insignificante para la persona que lo recibe es enorme a la hora de construir. Por supuesto que esa persona no se acuerda del padre confeccionando un bolso. Pero puede construir el recuerdo de ese padre haciendo un bolso. Me cambió muchísimo la forma de ver la memoria. Antes veía la memoria como algo más lineal, como generalmente se ve, y ahora sé que uno puede meterse en muchos pliegues de las historias y puede construir en espacios ínfimos un recuerdo personal.
–¿La memoria es una obra en construcción permanente?
–Sí. Y por eso es tan importante que las sociedades tengan sus espacios de memoria, sus programas de memoria, sus sitios de memoria. Hay una relación muy estrecha entre el trauma y la memoria, el trauma y el olvido; pero la gente no lo ve. No estamos acostumbrados a pensar la memoria en relación al trauma. ¿Cómo le pone uno palabras al trauma? ¿Qué pasa cuando uno lo hace? Me interesa mucho la edad de Emilia, me interesa que sea una niña de cinco años porque tiene una conciencia de sí, pero el lenguaje de los cinco años es menor en relación a la cantidad de cosas que le pasan. No puede decir todo eso. Por otro lado, el silencio de Emilia es una manera de resguardar su historia. Si ella hubiese podido contar, se hubieran dado cuenta de que conservaba su historia. Ella silencia esa historia y ese silencio también protege a esa historia. Por eso cuando ella dibuja y los apropiadores empiezan a darse cuenta de que lo que ella está dibujando es a su verdadera familia -a su madre, a su padre, a su abuela-, todos los dibujos desaparecen. Pero ella no habla de su historia. Ese silencio, que está asociado con el trauma y la imposibilidad de decir todo lo horroroso que le ha pasado, es una forma de proteger su historia.
–¿Por qué el secuestro de Adriana está contado a través de los sonidos que escucha Emilia?
–Quería narrar lo que estaba sucediendo desde la niña. Y la niña no estaba viendo el secuestro de su madre, pero lo estaba escuchando. La narración desde la perspectiva de la nena me posibilitó no caer en las descripciones que ya conocemos. La infancia es tan enorme y tan grande, eso que dicen algunos escritores que ya todo pasó en la infancia… Sí, las experiencias que quieras, pero nunca vas a encontrar las mismas experiencias en la infancia, porque es de una intensidad lo que se vive y de una enormidad que hasta me permitió contar ese secuestro. Me acuerdo mucho de algo que me decía Antonio Dal Masetto, a quien sigo extrañando. Dal Masetto me llamaba de vez en cuando con una preocupación: “Ángela, ¿estás escribiendo?” Para él era una preocupación que yo no escribiera. Para mí no es una preocupación no escribir como lo era para él. Yo no puedo escribir si no tengo una necesidad de escribir, así como no puedo dejar de escribir cuando necesito escribir. Dal Masetto me decía: “Cuando no se te ocurra nada, rascá el fondo de la olla”. ¿Qué es el fondo de la olla, Antonio?, le pregunté la primera vez. “En el fondo de la olla está la infancia. Ahí está todo. Nunca te va a defraudar”.
–Esta novela se publica en un contexto de retrocesos de las políticas estatales de memoria, verdad y justicia. ¿Cómo resuena su novela en este presente?
–Yo empecé a escribir la novela en 2014 y no me imaginé que (Mauricio) Macri iba a ganar las elecciones. No la vi venir, no imaginé nada de esto que estamos viviendo. Yo sabía que había una gran parte de la sociedad que estaba agazapada. Pero no me imaginé tanto… Yo me acuerdo cuando hace muchos años atrás las Abuelas decían que la sociedad tenía que colaborar con ellas buscando a sus nietos porque en algún momento iba a pasar que los nietos empezaran a buscar a sus familias… Y todo el mundo se reía de eso. Y empezó a pasar. Ya son varios los nietos que dudaron y pidieron hacerse el ADN. Tenemos que estar muy atentos para que los logros que tuvimos en todos estos años se sostengan, porque están en peligro, están amenazados. El trabajo de las Abuelas es lo mejor que le ha pasado a nuestro país, porque es un trabajo esperanzador que no se detiene, que siempre avanza. Han seguido pistas falsas en el exterior, no solamente pistas equivocadas. No importa: si se caen se levantan al otro día y siguen.
–Y todavía faltan recuperar más de 400 nietas y nietos…
–¿Qué pasa que no paramos todo y salimos a buscar a las 400 personas que no conocen su identidad? ¿Cómo es que seguimos viviendo así? Entre todos vamos a encontrarlos, ¿no? Cuando uno se pone a conversar, a escuchar, a escribir, a ver, es todo tan tremendo… ¿Qué importa cuánto está el dólar? Basta: busquemos entre todos. Me acuerdo que cuando me junté con Manuel Gonçalves Granada en Adrogué, él me dijo: “Los 400 chicos que faltan están entre nosotros; puede ser este mozo que nos trae el café ahora, puede ser la persona que nos va a vender el pan, puede ser la maestra de tu hijo o del mío… Están entre nosotros y están cerca”. Si uno lo piensa desde ahí, hay cosas que no se explican. El nivel de complicidad de la sociedad civil fue escalofriante.