Atónita por lo que acababa de ver, una chica no paraba de repetir “increíble, increíble, increíble” en la entrada del Gran Rex. Y sí. Lo que David Byrne ofreció unos minutos antes, como parte de los sideshows del Lollapalooza, rompía con cualquier paradigma de lo establecido, lo concebido, imaginado, posible. Especialmente para los que aún no habían visto en YouTube la propuesta que traía de vuelta a Buenos Aires al otrora líder de los Talking Heads, a 13 años de la última vez que pisó un escenario local.

Ya había venido en 2011, aunque en plan literario, para presentar su libro Diarios de bicicleta. Además de escribir y hacer discos, el escocés se caracterizó asimismo por otras condiciones artísticas: fundó un sello discográfico que promovía la música del tercer mundo, ganó un Oscar en 1988 en calidad de coautor de la banda de sonido de la película El último emperador, compuso una opereta inspirada en Imelda Marcos, hizo un musical basado en Juana de Arco, expuso en varias ocasiones su arte visual y hasta tuvo un cameo en Los Simpsons.

Por lo que no sorprende su versatilidad. Pero sí la manera en la que sube la vara en cada uno de sus proyectos, cuando, a sus 65 años, podría disfrutar de su legado. Si Stop making sense (1984) –cinta en la que los Talking Heads construyen tema tras tema la puesta en escena– parecía insuperable, lo que Byrne presentó en la calle Corrientes el lunes por la noche fue el clímax de su genialidad. Y es que, más que un recital, el cantautor desarrolló una obra performática que combinaba música, danza y teatro. Separada por canciones, que hacían las veces de escenas, y aunada por el concepto de su flamante álbum, American Utopia, así como por su serie Reasons to be cheerful (título tomado de una canción de Ian Dury): la búsqueda de alicientes que inspiren el optimismo. Y el mejor lugar para comenzar a hurgar es la cabeza. Por eso, una vez que concluyó Lisandro Aristimuño, artista soporte que él mismo eligió, y luego de un hiato ambientado por el cantar de los pájaros, este icono del punk neoyorquino apareció sentado en una mesa con un cerebro en la mano.

Mientras miraba la masa encefálica, al mejor estilo hamletiano, Byrne estrenó su repertorio con “Here”, incluido en el disco que salió a la venta el 9 de marzo, y en el que se pregunta: “Acá hay algo que llamamos alucinación. ¿Es la realidad o simplemente una descripción?”. Poco tiempo después ingresó al escenario el primero de los 11 integrantes de su banda, el corista Chris Giarmo, quien tuvo una actuación más que destacada. No sólo por su rol en sí, sino también por su destreza coreográfica y por su funcionalidad en la dinámica del espectáculo. Al momento de hacer “Lazy”, ese himno dance de la dupla electrónica X-Press 2, para el que el escocés prestó su voz, la agrupación completa ingresó a ese cuarto minimalista (limpio de amplificadores, equipos e hidratación), esbozado por cadenas que cuelgan de muy arriba, cargando sus instrumentos en muchos casos con arneses. La mayoría de ellos rítmicos, repartidos entre seis músicos, de los que destacó el brasileño Mauro Refosco, colaborador de larga data del ex Talking Heads. Así que “I Zimbra”, que es lo que vino a continuación, sonó más potente que en el disco Fear of Music (1979).

Luego de hacer “Slippery People”, canción de Speaking in tongues –el trabajo que disparó la idea de Stop Making Sense–, Byrne desenfundó “I should watch TV”: consecuencia de su disco colaborativo con St. Vincent, y en cuyo final, al tiempo que se proyecta una luz azul que representa la caja boba, el grupo desaparece como si hubiera sido abducido por la pantalla. Una vez que vuelven al cuarto, la oncena y su capitán tocan sendos temas deAmerican Utopia (el primer disco en solitario en 14 años): “Dog’s Mind” y “Everybody’s Coming To My House”, uno de los cortes del álbum. Si acá los músicos se alinean para ir y venir al frente del escenario, en “This must be the place (naive melody)”, el himno antibajonero de los Talking Heads, el cantante y los coristas, que tiene en Simi Stone su otro sostén, emulan maracas invisible, movimientos de tai chi y gestos de mimos. Esto por cortesía de la coreógrafa Annie-B Parson, cómplice del frontman desde 2008. Pero ninguna escena es igual, ni cada paso, división o círculo es aleatorio para los que están sobre el escenario. Pies descalzos desde el vamos.

Todo ha sido milimétricamente calculado. Hasta cuando el de Dumbarton tomó la guitarra nada más que para un solo en “Born under punches”. Aunque para llegar a ello tuvieron que pasar antes por “Once in a lifetime”, que sostuvo el semblante esquizofrénico del video. Y ya el público estaba prendido fuego en un Gran Rex pocas veces ataviado por la euforia del desconcierto. En tanto que Byrne seguía preguntándose quiénes somos y quiénes queremos ser a través de las canciones de American Utopia, que encontraron un espacio propio al final, con “I dance like this”, “Bullet” y “Every day is a miracle”, en medio de luces y sombras, para luego dar paso a otros dos clásicos de su agrupación: “Blind” y “Burning down the house”. A la vuelta, este barrilete cósmico de la vanguardia mundial, quien luego de esta performance puso nuevamente a la cultura pop en el Olimpo, regresó con una de sus colaboraciones con Fatboy Slim, “Dancing together”. A la que siguieron “The great curve” y un cover de Janelle Monae: “Hell you talmbout”, con el que despidió uno de los mejores espectáculos de su carrera.