El poema “Los mares del sur” tiene el inexorable sonido de la desesperación de los extraviados, esas criaturas a la intemperie que pueden ser campesinos, noctámbulos, borrachos, “gente fuera de lugar” –como el título de otro poema– y vagabundos que parecen estar condenados a una deriva interminable, mientras buscan el camino de retorno a una tierra –ese hogar mítico sin más porvenir que el de los propios recuerdos– que no es el mismo lugar que se dejó al partir. “Caminamos una tarde sobre la ladera de una colina,/ en silencio./ En la sombra del tardo crepúsculo/ mi primo es un gigante vestido de blanco,/ que se mueve tranquilo, el rostro bronceado,/ taciturno./ Callar es nuestra virtud./ Algún antepasado nuestro debe de haber estado muy solo,/ un gran hombre entre idiotas o un pobre loco,/ para enseñar a los suyos tanto silencio”. Trabajar cansa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de Cesare Pavese, es un volumen que reúne dos libros de poemas del escritor italiano, con prólogo y traducción del poeta Jorge Aulicino, publicado por Griselda García Editora en coedición con Ediciones del Dock y Cartografías.
Aulicino, que logra el prodigio de que Pavese (1908-1950) suene cada vez mejor –los grandes traductores traducen cada día mejor– advierte en el prólogo que la relación de la principal obra del escritor italiano, Trabajar cansa (1936), con un movimiento general de la literatura en Occidente no parecía tan evidente como en realidad lo fue. “En los años treinta Pavese, traductor de literatura estadounidense moderna, escribió un libro de poemas que lo relaciona hoy cómodamente con las derivas del realismo hacia la exageración del objetivismo francés y las fructíferas playas del imaginismo y el objetivismo de cuño americano”, plantea el poeta y traductor. “Pavese creía que hay en todas las vidas un núcleo mítico inicial que decide la visión del mundo y somete al autor a una especie de ‘espléndida monotonía’. Se es lo mismo a los siete años que a los treinta y cinco, se decía; la única diferencia es que uno ha adquirido trucos, oficio, tanto en el vivir como en el escribir –agrega Aulicino–. En su caso el poderoso núcleo mítico eran las colinas piamontesas, el silencio obstinado de los campesinos y el choque de ese mundo con el de la ciudad. El resto es el tránsito entre la revelación primordial y la adultez, en la que se inicia el camino de regreso para descifrar el palimpsesto de la infancia bajo la nueva realidad que cubre los lugares antiguos, como lo hacen el protagonista de La luna y las fogatas y diversos personajes de su libro de poemas”.
“He encontrado una tierra encontrando compañeros,/ mala tierra, donde es un privilegio/ no hacer nada, pensando en el futuro./ Porque el solo trabajo no nos basta a mí y a los míos;/ sabemos rompernos, pero el sueño más grande/ de mis padres fue siempre no hacer nada útil./ Hemos nacido para vagar por esas colinas,/ sin mujeres, con las manos en la espalda”, se lee en “Antepasados”. Hay un comienzo desgarrador en “La noche”: “Pero la noche ventosa, la límpida noche/ que el recuerdo rozaba solamente, es remota,/ es un recuerdo./ Perdura una calma atónita,/ hecha, también ella, de hojas y de nada. No queda/ de aquel tiempo de más allá del recuerdo más que un vago/ recordar”. La resaca de todo lo sufrido y vivido –que quizá puedan funcionar como sinónimos– se empoza en el alma. Hay en los poemas de Pavese una melancolía infinita, una honda pena cuyo origen tal vez sea su orfandad prematura. Tenía seis años cuando murió su padre y veintidós cuando perdió a su madre. A este dolor indeleble hay que añadir el cúmulo de naufragios amorosos, desde “la mujer de la voz ronca”, una activa participante de la Resistencia que se casó con otro cuando el poeta regresó del destierro en Calabria, hasta “la inquieta angustiosa que se ríe sola”, la actriz norteamericana Constance Dowling, a quien le dedicó varios poemas con títulos en inglés en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, una recopilación póstuma, publicada en 1951.
Pavese estudió con pasión las literaturas clásicas y la inglesa en la Facultad de Letras de la Universidad de Turín, donde se doctoró con una tesis sobre la poesía de Walt Whitman. Ante el fascismo imperante se refugió en la lectura de la narrativa norteamericana y tradujo a Sinclair Lewis, Herman Melville, John Dos Passos, John Steinbeck, Sherwood Anderson y Ernest Hemingway, entre otros. La incomodidad existencial quedó registrada tempranamente en una de las entradas de su diario, El oficio de vivir: “Sé que estoy condenado a pensar en el suicidio ante cada dolor”. El 17 de agosto de 1950 anticipó el final que se avecinaba: “Los suicidios son homicidios tímidos”. El desvalimiento era irremediable. Terminal. Un día después, en la última nota del diario, expurgado para la edición, anotó: “No palabras. Un gesto. No escribiré más”. El 27 de agosto tomó una dosis considerable de somníferos y murió en el hotel Roma de Turín, a los 41 años.
Volver a Pavese –gracias a Aulicino y los editores del libro– es como reencontrarse con una llama demasiado viva. No es un susurro poético remoto y lejano de una escritura que se forjó en los albores de la Segunda Guerra Mundial, “en contra del decadentismo post romántico peninsular, a contramano del futurismo y de manera lateral al hermetismo atribuido a Giusseppe Ungaretti o a Eugenio Montale”, precisa el traductor. La belleza y dureza de sus versos interpelan, aquí y ahora, como en “Revuelta”: “Parece muerto también el montón de andrajos que el sol/ calienta fuerte, apoyado en una parecita. Dormir/ en la calle demuestra confianza en el mundo./ Hay una barba entre los andrajos y la recorren moscas/ que tienen trabajo; los que pasan se mueven en la calle/ como moscas; el tumbado es una parte de la calle./ La miseria recubre de barba la risa burlona,/ como una hierba, y da un aire tranquilo. Este viejo/ que podría morir tumbado, ensangrentado,/ parece en cambio una cosa y está vivo. Así,/ menos la sangre, cada cosa es una parte de la calle./ Y en la calle las estrellas han visto la sangre”.