La meritocracia es un mito que presupone una sociedad de iguales, en la que el esfuerzo es recompensado con el éxito y la holgazanería con el fracaso. Cuando el destino solo depende de las acciones individuales, el “sí, se puede” se transforma en un canto a la esperanza. Bajo esta premisa, solo resta comprometerse y darle para adelante, porque en la lotería del merecimiento, a la suerte hay que saberla acompañar con sacrificio. Sin embargo, detrás del cristal, lo que se oculta es un conflicto estructural: como el sistema capitalista solo produce desigualdades, no todos los humanos cuentan con idénticas posibilidades y medios para el progreso. De la misma manera que los ricos necesitan de los pobres, los buenos alumnos necesitan de los malos para diferenciarse, destacar y ensanchar la brecha.
No obstante, ir a la escuela no equivale –simplemente– a rendir exámenes y pasar de curso año tras año, pues lo que ocurre en el aula está mediado por trayectorias individuales, orígenes sociales diversos, límites económicos y vaivenes políticos. Además, como si la complejidad de las escuelas no fuera suficiente, desde otros ámbitos representativos como el fútbol, las excepciones se confunden con la norma y sirven de escudo para justificar el funcionamiento general. Así, “colgados del éxito de Tevez, hay miles de pibes que alguna vez se ilusionaron con ser estrellas del deporte y terminaron asesinados en las villas”, apunta Pablo Pineau, doctor en Educación por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, director de la Carrera de Ciencias de la Educación en la misma institución y profesor en la Escuela Normal Superior Mariano Acosta.
–¿Qué es la meritocracia? ¿Cuándo surge el término?
–Es un concepto cuya emergencia histórica puede ubicarse hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Se utiliza en un contexto signado por transformaciones que plantean el pasaje desde una educación que brinda respuestas específicas para cada grupo social, hacia una que comienza a ser concebida como motor del ascenso para todos sin distinción. Se relaciona con aquello que Eric Hobsbawm denomina como “carrera abierta al talento”, en tiempos en que los miembros de la sociedad burguesa creen que es posible morir en mejores condiciones a las que nacieron. Un término que también puede vincularse al de meritocracia es el de justicia.
–¿En qué sentido?
–Por aquella época se inician las reflexiones sobre cuándo, efectivamente, una sociedad es justa y qué espacio debería ocupar la educación en este contexto. Mientras que en una sociedad feudal lo justo se asociaba a que cada individuo permaneciera en el lugar que le correspondía, con la modernidad burguesa la justicia se relaciona al hecho de que cada persona logre ascender en la escala social. En este marco, la idea de meritocracia parte de suponer que cada persona nació en un sitio bajo determinadas condiciones de existencia que, con el tiempo, debe revertir y superar. El objetivo de nuestras escuelas es formar ciudadanos iguales, sin embargo, en pleno siglo XIX ya comenzará a vislumbrarse cierta bifurcación entre los representantes y los representados. La escuela secundaria formará al primer grupo, mientras que los del segundo solo accederán a la formación primaria. Se creía que solo aquellos miembros de las clases populares que merecían culminar sus estudios en el colegio secundario triunfarían.
–El problema es que el esfuerzo y el merecimiento determinan el éxito pero también el fracaso.
–Exacto. Tiene que ver también con la lógica del talento, con aquello innato, que aparentemente se porta desde la cuna. En el siglo XX comienza a pensarse que la escuela secundaria es justa, no solo cuando permite que aquellos que lo merecen logren sus objetivos sino cuando democratiza las posibilidades de acceso y participación de todos. El título, de este modo, resigna su capital económico y ya no vale tanto. Si a fines del XIX, alguien considerado bien educado era aquel que había completado tres niveles educativos (primario, secundario y terciario/universitario), en la actualidad, la educación esperable de un individuo son cinco ya que se suman el nivel inicial y el posgrado.
–Lo que oculta la lógica del mérito es que las sociedades son desiguales. La excepción del niño que enfrentó todas las adversidades y hoy es médico se confunde con la norma.
–Sí, claro. Para su funcionamiento, la meritocracia presupone un mito que prevé puntos de partidas iguales cuando lo que caracteriza a nuestras poblaciones son las desigualdades; de aquí la relevancia del talento y del esfuerzo individual ya que “todos podemos esforzarnos y lograr lo que queremos”. El “sí, se puede” es un discurso que va en consonancia con esto y en desmedro del pensamiento crítico, que nos invita a reflexionar que los logros conseguidos fueron posibles porque existieron condiciones sociales que así lo posibilitaron más allá de las virtudes individuales. Sin ir más lejos, ¿por qué no hay un Maradona o un Messi en 1910? Básicamente, porque la sociedad no valorizaba tanto al deporte y no generaba los dispositivos de selección que hoy operan. Pensar las dinámicas sociales en términos de mérito nos conduce a olvidar los contextos y las políticas que empujaron para que determinados fenómenos se expresaran así y no de otra manera.
–De modo que para estar bien educado hay que tener dinero.
–Primero habría que definir qué es estar bien educado para nuestra sociedad.
–Adelante.
–Es poder vender los créditos individuales al mercado laboral; conseguir un buen trabajo que implique cierto nivel económico, tener una obra social. También, estar bien educado tiene que ver con acceder a ciertos derechos que habilitan nuevos grados de comprensión del mundo, estudios de posgrados, cursos de capacitación. Bajo estas premisas, por supuesto, es posible pensar que las familias con dinero tienen mejores posibilidades de atravesar experiencias educativas de calidad. No obstante, la escuela debería ser un espacio democrático, un lugar donde los estudiantes aprendan a ejercer sus derechos. A los alumnos que provienen de sectores populares les cuesta más la escuela porque existe una distancia cultural enorme. Solo contamos los casos de los que triunfan, pero nos faltan más relatos de malos alumnos, de los que tienen conflictos y abandonan todo. Lo mismo ocurre en el fútbol: colgados del caso Tevez, hay miles de pibes que alguna vez se ilusionaron con ser estrellas del deporte y terminaron asesinados en las villas.
–¿Un ejemplo de conflicto escolar invisibilizado?
–Sucede en algunas instituciones, por caso, que los estudiantes paraguayos hablan mal el español porque en sus casas se conversa en guaraní, se dificultan sus aprendizajes y son estigmatizados; pero si esto le ocurre a un alumno que proviene de Europa la diferencia se tolera de otro modo. En la médula de la sociedad burguesa se halla una contradicción: si bien proclama la igualdad educativa (a través del reaseguro del cumplimiento de derechos universales), desarrolla prácticas diferenciadoras. Entonces, mientras plantea que todos los individuos tienen la oportunidad de progresar, asigna muy bien el lugar que a cada quien le corresponde en el entramado social. Aquí se visibiliza el mito de la meritocracia y el discurso adulto “a mí me costó un montón terminar el secundario, ¿por qué a los pibes les tiene que costar menos ahora?”, opera para reafirmarlo.
–¿Cómo se combate la idea de meritocracia?
–A partir de la creación de espacios públicos y de movimientos sociales que sean capaces de repensar, por ejemplo, por qué la educación volvió a ser colonizada por relatos economicistas. Ya no se piensa en términos políticos (inclusión, derechos, bienestar común), sino que interesa más medir la calidad, las evaluaciones y la eficacia. Debemos acepar la desigualdad y concebir que puntos de partida diferentes implican estrategias educativas diferentes. Sin embargo, bajo esta premisa no podemos dejar de pensar en qué somos iguales y qué tenemos en común, porque de lo contrario se atomiza la posibilidad de construir proyectos colectivos.
–Ahora bien, con tantos problemas: ¿dónde queda el sentido transformador de la escuela? ¿La transformación social continúa siendo una utopía?
–Pienso que aquel que se dedica a la educación tiene la obligación de ser optimista. El día que ese optimismo ya no funcione, sería mejor correrse a un lado y vender cerveza artesanal. Es fundamental estar convencido de que podemos crear un mundo más justo que el que en principio conocimos. Es cierto, muchas veces opera un optimismo ingenuo, tozudo, vasco, pero ello no equivale a dejar de estar convencidos de lo fundamental que es la educación. Por algo, instituciones como el Banco Mundial y el FMI se ocupan tanto de monitorear qué se enseña en nuestras escuelas. Como decía Michel de Certau: “el poder habla cuando teme”.