La palabra “caporal” designa a aquella persona que cumplía la función de capataz de los esclavos en Bolivia y a esta figura se le rindió homenaje cuando en la década del 70 se creó un ritmo con su nombre. El caporal migró y se instaló también en el norte argentino. Durante mucho tiempo esto fue casi lo único que se bailaba en el departamento de Santa María de Catamarca, especialmente en el pueblo de San José. Pero desde hace diez años sus calles, cuando llega el verano, se vuelven escenario de otros ritmos bien variados: del pop, del reggaetón, e incluso del recién salido del horno de los bailes, el “Scooby Doo Papá”. Y todo porque la profe de danzas, Luly Arias, decidió abrir el juego. Ahora, todos los viernes estivales, la alegría toma a esta ciudad que en otras épocas tuvo una alta tasa de suicidios de jóvenes, que, entre otras ausencias, según nos cuenta Luly, no tenían acceso a ninguna actividad recreativa ni artística que los ayudara a escapar del opresivo conservadurismo religioso. Es que San José se publicita como un lugar místico y no solo eso: su marca patriarcal es anterior a la colonización, porque el Valle de Santa María lleva también por nombre Yokavil, y Yoka quiere decir nada menos que “cerro en forma de falo”. Esa tierra de alta obediencia que incluso celebra Nochebuena arrodillada en el templo y no bebiendo en las casas, parió hace 31 años a Luly, la única mujer trans de su historia. O por lo pronto, la primera persona que oudo reconocerse públicamente así. Ahí ella vuelve cada enero para dar clases a veintiocho bailarinas que, desde la edad de tres años a la adultez, la esperan con ansiedad de marzo a diciembre. “No somos un grupo de coreografía, somos una familia”, dice Gaby, una de las alumnas consultadas vía Facebook. Eli, otra de ellas, agrega: “Lo que me gusta es la libertad al momento de realizar nuestros bailes, ya sea individual como grupalmente... Bailar por obligación, no es bailar” y Luján remata: “La profesora me encanta cómo es como persona, es alegre y divertida. Su autoestima: la frente siempre en alto a pesar de las habladurías”.
¿Siguen las habladurías?
–El prejuicio, el tabú, lo sufrí mucho al principio. Para ellos y para mi familia era una novedad. Yo no tenía una referente trans, ni amistades. Todo era nuevo, me fui construyendo como pude. No estaba todavía en el horizonte el proceso de hormonización. No tenía a quien consultarle. Pero mi mamá me aceptó y me dijo que nunca dejara de estudiar. Por eso terminé la carrera de pedagogía haciendo las pasantías. En la Municipalidad trabajaba en el área de Acción Social –también con niñxs, que me encantan– y ellos me propusieron pasar a Cultura. Y se me ocurrió ofrecer un taller de danza, de murga. Yo bailaba solo por gusto hasta el 2008. Al tiempo conseguí que la Municipalidad pusiera refrigerios y trajes de baile, sin cobrar inscripción ni cuotas.
¿Se podría decir que ahora en tus clases se respira un aire libre de prejuicios tanto entre los padres como entre los chicos?
–Te confieso que cuando empecé iba con lentes de sol oscuros y no me los quería quitar. Me escondía detrás de eso. Es como que tal vez pensaban que los chicos se iban a contagiar. Y yo tenía miedo de tener problemas con los padres. Pero todo ese recelo se fue diluyendo. Ahora, te diría que a veces los padres se piensan que soy una guardería. El horario es de seis a ocho y me los dejan más. Son más de veinte. O en los viajes. Me voy con todos esos chiquitos y de pronto: “tengo hambre, tengo frío”. O ya se están peleando. Ya no importa si soy trans, ni se lo cuestionan. No me ponen en tela de juicio. A veces escucho que los chicos comentan: “dicen que era hombre y ahora es mujer”.
¿Cómo es eso? ¿Vos les explicás?
–Lo hablamos, pero ellos lo naturalizan, no se preguntan nada ni tienen prejuicios.Lo ven como una transformación mágica.
¿Pensás que ahora las cosas están más fáciles en pueblos como el tuyo?
–Sí, pero en el norte ese tema es muy tabú. La mayoría de las familias te expulsa. A mi padre, camionero, y a mi madre, ama de casa, les costó horrores. Mis abuelos no me aceptaron nunca. Ya no sabían qué hacer para cambiarme. Decían: la mandamos a hacer tareas duras. Que vaya al campo, a andar a caballo. Y yo, por mi parte, siempre lo tuve en claro, desde que tengo memoria, eso es lindo. Mi mamá dice que se daba cuenta pero no lo quería ver. Me quería enseñar a hacer pis de pie y dice que yo me sentaba. Lo mismo en mis elecciones: una muñeca, un chupete rosa. Me mataban a palos, el chorlo por la cola. Me hacían bullying en las escuelas, iba pasando de una a otra…
¿Cómo te sobrepusiste y por qué elegís volver a San José?
–Tenés dos opciones, una es esa y la otra el odio, el resentimiento, contestar con la misma agresión. O una tercera: la indiferencia. Pude revertir la situación. Nunca culpé a nadie. Mis hermanos dicen: nosotros en la infancia no tuvimos vida, pasamos de ser “los hermanos Arias” a “los hermanos del puto del pueblo”. Aun así nunca tuve odio. Perdoné. Fue un proceso crecer. De pasar de acusarme a que era una peste, al respeto. Una vez me dijo eso una alumna del Mocha: ¿Sabe por qué profe a usted la quieren tanto? Porque el respeto no se impone, se gana. Usted se lo ganó. Yo sufrí discriminación y rechazo durante toda la adolescencia y no quiero que otras personas pasen por lo mismo. Por eso cuando armé este grupo inclusivo, no puse límites de edad ni de sexo (hay seis varones, no son muchos porque todavía hay prejuicio con que los hombres bailen). Los que no tienen plata para colaborar también van. A veces me planteaban: pero ella es gordita. Y yo no hago ningún tipo de exclusión.
Un largo camino...
–Cuando era adolescente me acuerdo por ejemplo que una vuelta me tiraron botellas de vidrio en el boliche. Yo tenía que andar esquivando. Por supuesto que me llama la atención el cambio de agredirme a admirarme. Ahora vamos, bailamos, nos sacan fotos, nos filman, nos convocan para los eventos. Es totalmente distinto. Y un amigo me dice, vos sos profeta de tu tierra. No tuviste que irte. Acá podés hacer lo que te gusta. Y tengo proyectos: mi madre me donó un terreno y voy a construir un tinglado para que tengamos un espacio físico para ensayar. Una escuelita. Cuando me hacen entrevistas en las radios, me toman como ejemplo. Como lo hace mi mamá con mis hermanos, dice: ella se propuso tal cosa y lo logró. A tal punto que me hice la reasignación de sexo.
En Buenos Aires durante el año trabajás como docente en el Mocha Celis, ¿en qué materia?
–Doy “Técnicas de trabajo intelectual” y “Educación y género”, y “Salud”. Después de estudiar pedagogía, estudié enfermería. Soy estudiosa, porque la vida me enseñó que me tenía que sacrificar para poder salir adelante: yo antes de poder ser pedagoga o enfermera, lamentablemente tuve que caer en la calle. Eso fue acá. Porque en Catamarca, aun siendo conservador, no había prostitución. Yo no podía creer que en un pueblo chico pudiera trabajar y acá no. Dejaba el currículum y me decían: cualquier cosa te llamamos.
Nunca lo hicieron…
–No. Hasta que un día un cliente me dijo que se enamoró de mí y me rescató de la calle. Hace siete años que estamos juntos. Ahí empecé a estudiar enfermería. Después conseguí trabajo en el Mocha. A Catamarca vuelvo en enero y febrero, porque me lo permite la docencia. Ahí le damos a full con las chicas. l