Aunque el dramaturgo madrileño Juan Mayorga tenía apenas 7 años cuando sucedió, él asegura recordar aquel campeonato mundial de ajedrez de 1972 donde se enfrentaron el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky, por entonces campeón del mundo, en la capital islandesa de Reikiavik. Y a pesar de que siempre le volvió a la cabeza la historia de aquella larga partida que terminó con la rendición telefónica de Spassky, recién en 2015 Mayorga escribió el texto que llamó Reikiavik, estrenado el mismo año bajo su propia dirección. Esta misma obra acaba de subir a escena en el Celcit (Moreno 431). La dirección es de Enrique Dacal, quien ya estrenó de este autor Cartas de amor a Stalin, El chico de la última fila y Los yugoslavos. Los intérpretes son Julian Howard, Julio Ordano y Nicolás Martuccio.
La obra de Mayorga presenta a dos extraños personajes que, reunidos en la mesa de ajedrez de una plaza pública, toman los roles, alternadamente, de Fischer y de Spassky, en tanto que un adolescente que pasa casualmente por allí olvida sus obligaciones por verlos jugar, fascinado por las intrigas que bullen por debajo de la contienda. Es que en realidad, juntamente con la partida de ajedrez los personajes están hablando de los tiempos de la Guerra Fría y de las dos potencias mundiales en pugna. Así entonces, surge una miríada de personajes –familiares, amigos, miembros de la KGB y hasta Henry Kissinger– que dan cuenta del nivel de exigencia y presión que sufren uno y otro por igual. Los tres personajes involucrados en animar esta antigua contienda se llaman Waterloo, Bailén y Leipzig, nombres de tres derrotas sufridas por el ejército napoleónico. “Estos hombres, de los que nunca llegamos a saber sus verdaderos nombres”, explica Dacal en la entrevista con PáginaI12, “se imbuyen así del raro prestigio de los héroes que logran convertir en victorias sus derrotas, porque esas tres batallas cambiaron el curso de la historia”. Y concluye: “Se trata de vivir las vidas de otros para elevarse por sobre las derrotas personales”.
–Es su cuarta puesta de un texto de Mayorga. ¿Qué encuentra en este autor que no encuentra en otros?
–Muchos textos de Mayorga me han producido algo así como fulguraciones en mi imaginario. De pronto me encontré con un tipo que era capaz de decir: “Un texto sabe cosas que su autor desconoce”. ¡Qué magnífica provocación desde un autor hacia un director teatral! Mayorga es un creador con un riquísimo imaginario, dotado de una técnica envidiable y, por sobre todas las cosas, tiene una prodigalidad muy difícil de encontrar en nuestros días.
–Dos de los personajes recrean la vida de otro pero desde un apasionamiento que le es propio. ¿La obra habla también del oficio de la actuación?
–Waterloo es capaz de decir, en un momento del diálogo: “Yo, fuera de acá, nunca fui campeón mundial de nada”. Bailén, en otro momento: “No importa el personaje que te toque en suerte, lo importante es estar a la altura de tu victoria o tu derrota”. La obra no sólo habla del oficio de la actuación, sino que lo pone a prueba, lo discute en sus límites, lo ejerce hasta las últimas consecuencias.
–Este es un texto coral, dado que además de los contendientes hay infinidad de presencias que hacen al relato. ¿Cuál es el código encontrado para que el espectador no se pierda?
–La apuesta consistió en apelar a la técnica histriónica del buen contador de cuentos. Todos conocimos, alguna vez, a alguno de esos seres que con sólo una respiración, una pausa, un distinto acento en su voz, fueron capaces de narrarnos historias que no podíamos negarnos a presenciar. El teatro tiene en ello una larga tradición, desde el legendario bululú hasta extraordinarios intérpretes de nuestros días. En tal sentido, la eficacia profesional de actores como Ordano y Howard, tanto como la audacia del muy joven Martuccio, permitieron fundar un singular código de comunicación con el espectador.
–Si el público si no sabe nada de ajedrez, ¿no peligra la comprensión o la tensión que va generando el juego?
–Ninguno de nosotros sabe nada de ajedrez, más allá de como se mueven algunas piezas. Waterloo y Bailén tampoco saben nada de ajedrez. Sospechamos que algo del asunto entiende Leipzig... Sin embargo la casi tragedia de Fischer y Spasski tiene lugar en escena. Si ellos pueden ser los campeones, es bastante posible que el público pueda jugar como el espectador apasionado de aquel famoso campeonato mundial de Reikiavik.
–Más allá de lo sucedido con Fischer, Spasski, más allá de la Guerra Fría, ¿la obra encierra una metáfora sobre la vida?
–Acá me voy a permitir contestarte parafraseando, una vez más, al propio Mayorga cuando define Reikiavik. Cito desde mi memoria: “No hay nada teatralmente más rico que el antagonismo entre dos personajes que en su enfrentamiento acaban siendo cada uno el doble del otro. Reikiavik es una obra sobre el ajedrez, ese arte que, como la vida misma, se basa en la memoria y la imaginación. Es, también, una obra sobre la Guerra Fría. Y, además, es una obra sobre hombres que viven las vidas de otros”. Suscribo cada una de tales palabras que han sido mi guía para trabajar esta puesta en escena.