Dejando claro por dónde pasa su sensibilidad artística, en su debut como guionista y correalizadora cinematográfica Valeria Bertuccelli pone distancia con el mainstream cómico al que había servido en películas como Alma mía, Un novio para mi mujer y, recientemente, Me casé con un boludo, y elige un formato en el que lo risible se torna, si se quiere, existencial, ligeramente absurdo, corrido de lugar. Un formato más afín, en una palabra, al mundo angustiadamente cáustico de Martín Rejtman (para quien actuó en Silvia Prieto y Los guantes mágicos) que al preformateado de la factoría Suar y sucedáneos.
Nueve de cada diez autores-actores cuentan, en su debut, historias protagonizadas por un alter ego. Bertuccelli no es la excepción. Como el dúo Cassavetes-Gena Rowlands en Opening Night (1977), la actriz que en Silvia Prieto fue vendedora de líquidos de limpieza a domicilio eligió narrar, en su ópera prima cinematográfica, el momento más aterrador en la carrera de un actor (junto con ese otro en el que tiene que ser no otro sino él mismo): el del estreno. Como la propia realizadora, la protagonista de La reina del miedo está por correr el telón de una obra que escribió (o no, porque no da la sensación de que la tenga muy escrita) y en la que dirige y actúa. Por lo que puede verse se trata de un unipersonal del que se ignora todo, menos lo que hace a cuestiones de puesta o escenografía. Una de cuyas mayores apuestas consiste en la implantación en el escenario de un árbol real, de dimensiones tan desmesuradas como la angustia que invade a Robertina, quien llora por cualquier cosa.
Tal vez por eso es que de pronto, sin avisar a nadie, días antes del estreno se aparece en Copenhague. También como Cassavetes en un viaje relámpago de Gena Rowlands a París en Torrentes de amor, Bertuccelli y la codirectora de La reina del miedo, Fabiana Tiscornia, comunican la decisión de Robertina con la misma brusquedad con la que fue tomada: pasando, por corte directo, de una escena de lo más común en Buenos Aires, al ajetreo del aeropuerto de la capital danesa. En Copenhague vive su amigo Lisandro (Diego Velázquez, calvo y sin los bigotes con los que se lo veía en La larga noche de Francisco Santis), quien tras tener éxito con una quimioterapia acaba de experimentar una recidiva. Liberada de la presión profesional, haciéndole compañía a su amigo enfermo, Rober luce tan relajada como hasta entonces no se la había visto. De hecho, para las fotos de promoción de la obra su manager se vio obligado a hacerle una sonrisa de Photoshop, y ahora sin embargo ella sonríe y todo, junto a un aliviado Lisandro.
Que Bertuccelli sigue siendo una extraordinaria capacomica (ganó el Premio a Mejor Actriz un par de meses atrás, en el Festival de Sundance) se comprueba muy rápidamente, en la torpe precipitación con que le indica a su empleada doméstica “Llamemos a Prosegur” (auspiciante de la película, dicho sea de paso), ante un corte de luz en el espectacular caserón que ocupa ella sola (“no sé si mi marido se fue de viaje o me dejó”, asegura). Esa secuencia inicial a oscuras, extendida y sin apuros, llena de miedo e inseguridad, comiquísima y ligeramente aterradora a la vez, es una de las introducciones más intrigantes, resueltas y atrapantes del cine argentino en mucho tiempo. Un cine al que le cuesta empezar pisando fuerte, y aquí Bertuccelli y Tiscornia lo hacen. Primer signo de una puesta que no por concentrarse en los actores deja de ser elegante, fluida y visual, con planos-secuencia que las dimensiones de la casa de Robertina justifican.
Con Bertuccelli presente en todos los planos (¿si Messi se probara como técnico, dejaría de pedir la pelota?), el casting y la dirección de actores son dos de los grandes aciertos de La reina del miedo, con actuaciones notables por breves que sean (Mercedes Scapola como depiladora con tragedias exstenciales, Darío Grandinetti como el ¿ex? de Robertina, Gabriel Goity como su manager, Marta Lubos como la escenógrafa y la revelación de Sary López, como la empleada paraguaya con propensión al llanto). Y también, por supuesto, en los casos de mayor exposición, como el de Diego Velázquez. De la mano de Lisandro ingresa el drama a ese mundo hasta entonces dominado por el desajuste, la falta de proporción y la exageración cómica. La idea se entiende: recordar que puede haber dramas mayores que el de un estreno, introducir la idea de que siempre hay otro, ante una Robertina tan ombliguista como suelen serlo los actores. Frente a ese corte tan marcado de tono y punto de vista hay dos posturas posibles: entender que era necesario, como forma de descolocar la perspectiva egomaníaca de la protagonista, o lamentar la ruptura de un registro que hasta entonces, y después de ese reencuentro, había funcionado de modo tan redondo y autosuficiente que no dan ganas de salirse de él.