Siempre creí en Papá Noel, aun cuando me resultaba dudosa su sobreexplotación sin fines de lucro. Tenía que tener alguna política. Por filantropía actúa quien goza de rentas, mi tía Julia tenía una Fundación de Ayuda al Carenciado pero había heredado 2.900 hectáreas de campo sembrable de mi tío abuelo viudo. El señor, no. El señor era un trabajador infatigable. Trabajaba a razón de 18 horas diarias, dormía poco, comía en horario laboral, no se le conocían tiempos muertos, trajinaba todos y cada uno de los días del año, sin domingo cristiano o peronista, y encima para todos los pueblos, ciudades, departamentos, provincias, países, regiones y continentes del mundo. Miles de millones a su merced. Montón.

Filantropía no podía ser, concluí a los 8 años. Al contrario, para trabajar así no debería tener excedentes, más bien, inclusive, necesidades, arduas necesidades, más cerca del carenciado que del filántropo. Pero una carencia a tiempo completo, sin feriados ni asuetos, inapreciable. En el 86 no le pedí nada, creía que si algunos pibes (o casi todos) se abstenían al unísono de pedir juguetes, Papá Noel tendría una jornada digna, al estilo empleado bancario, de 8 horas (o de 10 como máximo), y luego a tomar un vermut con los duendes. Pero no, equivoqué el razonamiento, porque me trajo regalo igual, y encima una Atari, como persuadiéndome del error de omisión.

Una de dos, o el señor estaba bajo una relación de dependencia rayana a la servidumbre y con amenaza de muerte en caso de dimisión, o, si no, el señor se ve que necesitaba trabajar, imperativa pero inconfesablemente, necesidad que ya me estaba resultando sospechosa.

Una de dos, o bien había tenido el infortunio de haber nacido hijo único en una familia con una deuda millonaria que se vio obligado a pagar solo por fatalidad, o bien debería tener una familia numerosa que mantener, re numerosa, digo, numerosa en decimales, unos 600 ponéle. Era Papá Noel, no era un papá común, quizás tenía la virilidad poligámica de un toro griego. En fin.

Siempre creí en el señor, fundamentalmente porque era un trabajador desgraciado, endeudado por genealogía, mal retribuido, de familia numerosa, y, sin embargo, con fuerza de buey para seguir en el redil. Mientras peor, mejor. Un compañero que pedía solidaridad mientras recibía pedidos a los caños. Pero era tanto que su demasía lo volvía otra vez dudoso. Sospechaba que no lo hacía para beneficio personal, ni para su familia cuantiosa, sospechaba un poco más allá. Capaz que lo que ganaba se lo despilfarraba timbeando o cabareteando, o capaz que tenía más de una familia, no sé, tres, cuatro u ocho el muy hijo de puta, y no le daban los números, nunca, por lo cual el sobretrabajo era su moneda más corriente, y regalar su modo más efectivo de resarcir culpas. Igual esto último no, porque, ahora que me acuerdo, esto último es lo que pensaba mi mamá de mi papá cuando se ponía celosa.

Bueno, pero eso me lleva al inicio, el señor debía tener una política. No era altruista, tampoco hacendoso, no era timbero, tampoco un deudor empedernido, no, entonces tenía que tener una política. No le daban los números, nunca, con todas las facilidades que le ofrecía el hecho de ser un tipo público y bastante amable. Adónde iría a parar el presupuesto anual de un señor de tamaño tamaño que año a año se sentaba a negociar con los presidentes comunales, con los intendentes, con los gobernadores, con los presidentes y con los comités regionales: 'cuánto querés, cuánto tenés, cóooomo, nooo, no, no, imposible, mirá que tengo 74 familias que mantener', ponéle. Y así con cada uno, mesas de enlace por doquiera. Miles de millones de negociaciones que equivalen a miles de millones de libras, yuanes, euros, yenes, rupias, dólares, reales, pesos, coronas y florines. Un lobby al estilo la banelco pero repetido a niveles distintos de la administración mundial. Y todo para qué. Para repetirlo ídem al año posterior. No me daban los números.

 

No me daban, pero al otro año me di cuenta de que Papá existe, irreductiblemente, me cerraron los números con la gente adentro. Y existe porque no eran los padres, eso ya lo intuía desde los 9, sino que existe en la medida en que es un coeficiente de la puja distributiva anual. Su existencia es el resultado de la diferencia moral entre la masa salarial nominal y el precio del juguete.

Esta deducción me indujo a querer ser Licenciado en Matemáticas. Después, a los 14, me arrepentí. Bueno, pero decía, Papá Noel era un coeficiente, y su existencia se justificaba mejor por la economía política que por la narrativa fantástica. Entonces, si daba la balanza negativa, si los precios eran mayores a los salarios, si el capital acumulaba más que el trabajo, el señor no existía porque uno se había portado mal; si daba positiva, existía porque uno se había portado bien. Qué responsabilidad moral, ahora que lo digo, su existencia (y la de la masa salarial) dependían de la pibada del mundo.

Bueno, pero si mi papá lo insultaba, ¡'Pápa Noel del orto, hijo bastardo de Coca Cola, cerdo capitalista!', sabía que el hijo de puta había cerrado con el neoliberalismo de turno en detrimento de los pibes de Alcorta, Villa Constitución, Santa Fe, Argentina, Mercosur y Mundial, y ese año pagábamos con su ausencia en función de habernos portado mal malísimamente mal.

Y si mi papá cantaba borracho la marcha peronista sustituyendo Perón por Noel y, al par, incrementaba el nivel de asentimiento de mis fantasías adquisitivas (en su espectro variopinto que iba desde un He‑man a un Metegol), sabía que el señor había cerrado con el populismo desarrollista en beneficio de los trillizos Marrones, del Cristián y la Yamila, del Diego, Romi, Tere y Josué, de los Menegueti y de la pibada crédula de su buen comportamiento anual (dentro de la cual estaba orgullosamente incluido).