El de Houseman con Excursionistas es un caso único en el mundo: solo jugó 26 minutos con la camiseta verde y blanca, pero es el máximo ídolo de la historia del club. Aquella tarde de 1985, contra Armenio, la vieja cancha de Pampa y Miñones se llenó. Estaban los hinchas que habían vivido con él en la villa del Bajo y estaban los que se mudaron a Belgrano cuando la dictadura pasó la topadora y se llevó a los villeros bien lejos, para que los turistas no se fueran con una fea impresión de Buenos Aires. El Hueso entró en el segundo tiempo, tocó apenas dos pelotas, se tropezó, se quedó sin aire a los cinco minutos, y eso fue todo. Salió de la cancha ovacionado. Fue su último partido como profesional. La noche anterior se había escapado de la concentración -un clásico en René– junto a su compañero de pieza para irse a tomar unas cervezas por ahí. Al poco tiempo se lo volvió a ver, pero ya en la tribuna. Miraba los partidos con la ñata contra el alambrado, como si quisiera estar más cerca de la raya lateral del campo de juego, ese territorio que había conquistado con su gambeta indescifrable.
A Houseman lo quisimos y lo vamos a querer siempre porque es “nuestro” campeón del mundo. El título con la selección fue un accidente en su vida. Lo que a él le importaba eran otras cosas. Excursionistas era, para él, un último vestigio de ese universo que le habían arrebatado.
“Lo único que no cambió en este barrio (que en el vocabulario de Houseman quería decir, seguramente, “en este mundo”) es Excursio y yo” me dijo una vez, sentado a una mesa del café “Insólito”, mientras despachaba un pucho tras otro.
Su amor por Excursionistas tuvo varias pruebas de fuego y las superó todas: después de haber jugado en el baby fútbol, se tuvo que ir porque había un dirigente que no quería tomar futbolistas de la villa; jugó en Defensores, el rival eterno, pero siguió fiel a sus colores. Hace unos años, el destino puso frente a frente a Huracán y Excursionistas, por la Copa Argentina. Viajó a Catamarca y festejó hasta las lágrimas el sorpresivo triunfo por penales del equipo del Bajo Belgrano. Algunos hinchas quemeros fruncieron el ceño, ligeramente despechados, pero a la larga entendieron.
Una vez entré al buffet del club y lo encontré preparando las hamburguesas. También colaboró con el equipo femenino de fútbol que conducía Gabriel Chepenekas. Pero siempre decía que no le podía dar consejos a nadie. En uno de los últimos partidos con público visitante en el ascenso, se prendió en una trifulca con la hinchada de Colegiales. Le gritaban de todo y él los provocaba haciéndoles un gesto inequívoco, exclusivo para entendidos: se hacía el que estaba nadando, en alusión a una vieja historia que cuenta que la barra de Munro se tuvo que tirar al agua, en los lagos de atrás del Golf, perseguida por los del Bajo. Un periodista, que presenciaba la escena desde la platea, meneó la cabeza y sentenció, con una mezcla de resignación y desdén: “Y pensar que este tipo fue campeón del mundo...” Con mi ahijado lo miramos de reojo y después de esquivar las piedras nos fuimos protegidos por una extraña –quizás absurda– manifestación del orgullo. Es que el Hueso volvía a demostrar, muy a su modo, que seguía siendo nuestro campeón del mundo. Nunca dejará de serlo.