La imagen borrosa del padre –que escucha voces y ladridos– atraviesa la galería de la casa de campo adonde los hermanos Rómulo y Rosario llegan para escapar de la ciudad. La apertura de una caja con fotos, cuadernos, la libreta donde Rosario escribió sus primeras sesiones con el psicoanalista lacaniano Pascal Lemonnier, produce un revoltijo de recuerdos que destapa un “secreto familiar” y resignifica los fantasmas del pasado en Diván francés (Paradiso), tercera novela de la escritora y psicoanalista Silvia López. “Yo conocí a (Jacques) Lacan en un seminario, pero jamás hubiera pedido análisis con el señor Lacan porque me asustaba mucho”, confiesa López en la entrevista con PáginaI12. “Hay algo autobiográfico en todas las novelas que escribí –agrega–. Es imposible escribir sin la vida y sin la referencia personal. Aunque inventes el personaje, igual te pertenece. Rosario me pertenece más que otros porque tomo partes de mi historia y de mi análisis. También tiene cosas de mi familia recortadas y ficcionadas”.
López, que vivió en España y Francia, cuenta que como Emilia, la madre de los hermanos de Diván francés, su madre la mandó al analista cuando tenía seis años. “Creo que estuvo bien recurrir al analista en una familia ‘disfuncional’, como las llaman ahora. La novela le da un buen lugar al analista de niños; es un pequeño homenaje a Arnaldo Rascovsky, que fue mi primer analista”, cuenta la autora de Cálculo y presentimiento (2012) y El cerco rojo de la luna (2013).
–Hay una idea una tanto generalizada de que cuando algo no funciona bien a la persona se la manda al psicoanalista, una figura que se presenta como alguien que resuelve problemas, cuestión un poco ironizada en la novela, ¿no?
–Es así, está muy bien tu interpretación. Algo te tiene que llevar hacia el analista, después lo que pase es otra historia, pero creo que esa ilusión es lo que te lleva a un análisis: querés cambiar algo cuando vas al analista. Es normal que así sea, algo va a cambiar, sin duda. Quizá no exactamente lo que fuiste a cambiar porque te vas a encontrar con sorpresas.
–¿Qué implica el juego de palabras que se establece a partir de que Rosario, de niña, cuando se refiere a las alucinaciones de su padre las llama ilusiones?
–La niña confunde ilusión con alucinación. El doctor R tiene la buena intención de aclarárselo, pero ella sigue confundiéndose por largo rato. A la niña le resultaba difícil sospechar de las certezas del padre. Si el padre, que es un representante de la autoridad en la casa, dice que hay perros en el patio y esos perros le dicen algo, la niña no descree del todo. Es el doctor R el que insiste en aclarar los términos. Comprender a los seis años qué es una alucinación no es una tarea fácil, ¿no? Entonces está bueno llamarla ilusión. Yo confundía ilusión con alucinación. Por suerte antes de entrar a la universidad ya tenía clara la diferencia (risas).
–¿Cómo explica en la novela esa fantasía de Rosario de huir a China o a Francia?
–Ella quiere escapar de esa trama familiar agobiante, entonces sueña con otros lugares, con vivir en otra parte. En lo personal, prefiero poner distancia frente a lo que me daña y me alejo, es una de mis características…
–¿La escritura es una forma de estar en otra parte?
–Sí, absolutamente. Te diría que es estar en un lugar-otro, y es muy eficaz; con la escritura no necesitás viajar ni trasladarte. Es una solución muy económica, más eficaz que cualquier viaje.
–¿Por qué aparece la cuestión del dinero a través de la figura del psicoanalista Pascal Lemonnier?
–El tema del dinero es algo que (Sigmund) Freud descubrió y que es una pieza clave en el análisis. No es un tema de Lemonnier. Quizá Lemonnier en su esencia lacaniana puede tratar con eso de una manera distinta a la que trataba Freud en la época victoriana. El dinero, el horario, la duración de las sesiones, las interrupciones, son temas importantes del análisis. El otro día pensaba que me fui un tiempo de viaje y tuvo efectos. Freud decía que cualquier interrupción en el análisis, por más mínima que resulte, tiene efectos en la clínica. Me fui un tiempo y pasaron cosas. Es una tarea complicada la del analista, no se puede legar, la transferencia no se puede transferir, si interrumpís tiene consecuencias; si te quedás demasiado, también.
–¿Cómo es el vínculo con la escritura que tiene Rosario en la novela?
–Rosario escribe en letra de imprenta, como aprendió a leer, no le sale la letra cursiva; es uno de los problemas por los que no puede enfrentarse a la madre y cree que eso es un fracaso. Cree que tener siete, ocho años, y no poder hacer la letra cursiva es un fracaso y que esa madre la juzgará mal. Los niños tienen sus fantasías respecto de lo que los padres van a censurar o no van aprobar, que no siempre coincide con la realidad. Rosario no puede hacer “buena letra” (risas).
–A quien no le importa hacer buena letra es al padre de Rosario, que se está muriendo y no puede dejar de manifestar que “los curas y los militares son lo peor de la humanidad”, ¿no?
–Esa escena es literal, mi padre dijo eso y yo le pedí disculpas al “padre”, al cura. Y mi padre me dijo: “no le digas padre a este disfrazado” (risas). Fue un momento inolvidable, mi padre detestaba la religión y sus vicisitudes, se definía como un socialista, pero sus ancestros eran anarquistas de los “peligrosos”, de los “malos”, de los que ponían bombas. Esa historia secreta le pesaba y no la transmitió a los hijos, era algo que se mantenía en secreto en la familia no sé por qué…
–Hay una pregunta que arroja la novela a los lectores: “¿En qué medida los muertos intervienen en la vida de los vivos? ¿Qué llegan a significar?”
–Sí, es una buena pregunta, ¿no? La idea del muerto es interesante para tratar en la literatura y yo creo que está en todas mis novelas. Los muertos intervienen en la vida de los vivos de distintas maneras; a veces los protegen, a veces los acosan.