El último escritor excéntrico de la literatura argentina, un narrador genial que cultivaba una mirada tan singular sobre el mundo que por momentos bordeaba la locura o eso que se cosifica como maldito, murió ayer a los 75 años en el Hospital Británico. Alberto Laiseca –“Lai” o el “Conde”, como lo llaman y lo llamarán por siempre muchos de sus alumnos, escritores como Selva Almada, Leonardo Oyola, Juan Guinot, Sebastián Pandolfelli y Leandro Ávalos Blacha (ver aparte)– tenía una sensibilidad y una inteligencia demoledoras, tan desmesuradas como sus guturales carcajadas, sus bigotazos y ese cuerpo imponente que eclipsaba los objetos a su alrededor. El autor de Los Sorias –título que suena a priori a saga familiar española, pero que en rigor es una epopeya de más de 1300 páginas que se desarrolla durante el reinado mundial de tres dictaduras: Soria, Unión Soviética y Tecnocracia–, que tardó diez años en escribirla y más de 16 en publicarla, concibió “la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos”, aseguró Piglia en el prólogo de la reedición, publicada por Gárgola en 2004.
La historia de Los Sorias –cómo no rendirse una y mil veces ante esa trama repleta de absurdos y delirios sin parangón– empieza en una pensión: Personaje Iseka abre los ojos y se enfrenta con sus compañeros de pensión: Juan Carlos y Luis Soria, que no lo dejan vivir en paz y le preguntan para qué escribe y por qué. “Los Sorias aniquilan al enemigo por saturación”, piensa Iseka, que vive justo en el límite de la ciudad compartida entre sorias y tecnócratas, y decide cruzar la frontera e instalarse en Monitoria, ciudad capital de Tecnocracia, donde gobierna Monitor, un dictador que se cree dueño de la verdad, un iluminado que odia la música dodecafónica y la pintura abstracta –porque son artes sin trascendencia–, y que está empecinado en hacer campañas contra los contrabandistas de fósforos a pilas. A esas tres grandes “potencias” se agregan varios países satélites: Chanchín del Norte, Chanchín del Sur, Califato de Córdoba, Protelia, Protonia Oriental, Musaraña y Baskonia. En Tecnocracia, todos se apellidan Iseka; en Soria todos se apellidan Soria, y para Monitor los vagabundos y linyeras son como animales mágicos. La novela generó también una mitología construida desde el andamiaje del “secreto” por sus primeros lectores. Mucho antes de que se publicara, el propio Piglia, César Aira y Fogwill leyeron el original y se encargaron de sembrar entusiasmos en torno a esa obra larguísima y genial que casi nadie había leído. Laiseca hasta se tomó el trabajo de medir su obra más monumental: tiene 30.000 palabras más que el Ulises de James Joyce. El embrión de esa desmesura tiene su punto de partida en la infancia, cuando el escritor tenía nueve años. “Estaba muy solito y la única defensa que tenía, en un ambiente injusto, era la imaginación: creaba seres poderosos que hacían todo lo que querían, que era todo lo contrario de mi vida personal. Con mi pandilla, allá en Camilo Aldao, fue la única vez que tuve una tecnocracia física y verdadera. Tenía seis chicos bajo mi mando despótico. Es la única victoria que tuve. Les decía que yo tenía una cueva secreta instalada en algún lugar, llena de soldados. Y ellos se lo creían, hasta me lo creía yo”, recordaba Laiseca en una entrevista con este diario.
Aunque había nacido en Rosario, el 11 de febrero de 1941, se crió en Camilo Aldao, un pueblo ubicado en el límite entre las provincias de Córdoba y Santa Fe. Antes de dedicarse a la literatura estudió ingeniería, pero abandonó la carrera en tercer año porque cada materia que tenía que rendir era “como hombrear bolsas cada vez más pesadas”. Y, para liberarse, largó todo a los 23 años y se fue a trabajar de peón en Mendoza, Santa Fe y Córdoba. A los 25, ya estaba viviendo en Buenos Aires, donde sobrevivió como peón de limpieza, como operario telefónico y corrector de galeras del diario La Razón, entre otros trabajos. Osvaldo Soriano fue uno de los primeros que confió en Laiseca y le presentó a Manuel Pampín, de la editorial Corregidor, en donde apareció su primera novela, Su turno para morir (1976). Poco a poco iría publicando más novelas como Aventuras de un novelista atonal (1982), La hija de Kheops (1989), La mujer en la muralla (1990), El jardín de las máquinas parlantes (1993), Los Sorias (1998, reeditada en 2004), El gusano máximo de la vida misma (1999), Beber en rojo (2001), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003), Sí, soy mala poeta pero… (2003) y La puerta del viento (2014); libros de cuentos como Matando enanos a garrotazos (1982), En sueños he llorado (2002) y sus Cuentos completos (2011); el ensayo Por favor, ¡plágienme! (1991), el volumen de poesía Poemas chinos (1987) y esa extraña criatura científica que es Manual de Sadomasoporno (2011), entre otros títulos.
El culto a Laiseca tiene dos avenidas que se cruzan y complementan: por una circula la desmesura de su literatura, una especie de singular alquimia entre un Roberto Arlt y Leopoldo Marechal más psicodélicos, mixturados con un Edgar Allan Poe arrebatado y un Thomas Pynchon a la rioplatense, macerados con la ironía de un Oscar Wilde. Por la otra, transitaba un narrador oral descollante en el antológico programa Cuentos de terror, transmitido en el canal de cable I-Sat desde 2002. En este ciclo memorable se lo podía ver en un cuarto oscuro fumando un cigarrillo y narrando cuentos de Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King, John Collier, Horacio Quiroga y Manuel Mujica Láinez. Aprendió a narrar cuentos después de haber estado cerca de la muerte, cuando la idea del suicidio deglutía su horizonte existencial. “Un día estaba solo, y unos amigos me habían prestado un grabador Geloso, de esos antiguos, con cinta. Haciendo horas con el grabador se me pasaron las ganas de hacerme boleta. Era todo un ritual, con la cinta dando vueltas, de manera artesanal. Hice horas para grabador sin tener la menor idea de que eso me iba a servir después, en la vida real, para contar cuentos. Me grababa, inventaba historias, pronunciaba discursos, maldecía”, contó a este diario en la última entrevista que dio este año (ver aparte) por la publicación de La madre y la muerte (FCE), su versión del cuento de Hans Christian Andersen “Historia de una madre”.
A la visibilidad que le dio Cuentos de terror se sumó la presentación de películas en el ciclo Cine de Terror en Retro. La popularidad que fue conquistando a través de su histrionismo tuvo además su faceta cinematográfica con la participación como actor en la película El artista (2009) de Gastón Duprat y Mariano Cohn. Dos años después, los mismos directores estrenaron Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un cuento inédito de Laiseca. Durante años dio talleres de narrativa en el Centro Cultural Rojas y en su casa y logró congregar un puñado de fieles narradores –como Almada, Oyola y Pandolfelli– que lo acompañaron siempre, incluso cuando su salud comenzó a declinar, cuando tuvo que aceptar a regañadientes que no le quedaba más remedio que andar en una silla de ruedas, y lo visitaban en el geriátrico donde vivía. “Nunca jamás tuve un alumno o alumna que escribiera tan mal como cuando yo empecé. Y si hubo solución para mí, hay esperanzas para todos. Hay que jugarse y trabajar mucho”, recomendaba “Lai”.
“Los delirios del realismo sirven, y mucho, para ampliar desmesuradamente ciertas partes, y esto hace que se destaque más que nunca la parte realista. El delirio sirve para reafirmar, para ver mejor la realidad. Impresiones de Africa, de Raymond Russell, no sucede en África, es todo delirio, no hay nada de realidad. La realidad no me interesa, lo mío es realismo delirante, ni delirio, ni realidad. Son las dos cosas juntas, porque el delirio potencia la realidad y la realidad potencia el delirio”, explicaba el escritor su “realismo delirante”, una nomenclatura en la que se reconocía, pero que no daba cuenta cabalmente de la complejidad de su universo narrativo. “Laiseca es un macroscopista: ve las cosas grandes, y las ve muy de cerca. Por ejemplo la Historia, que es inmensa y está llena de pirámides, murallas chinas, torres de Babel, campañas a Rusia y otras desmesuras por el estilo. Cuanto más grande es la cosa, mayor el enigma,” escribió Aira en la revista Babel, anticipando en los años 80 una certera definición del efecto literario que produciría el autor de Los Sorias.
No había diferencias para él entre la teología y la ontología, objetaba esa escisión porque le parecía artificial. “Si hablamos en términos estrictamente metafísicos, los filósofos discuten hasta el día de hoy los problemas del ser y la nada, pero además habría que agregarle el problema del anti-ser, que no tocó ningún metafísico. El anti-ser existe, desea la destrucción del universo que no fue capaz de crear. Desgraciadamente, nosotros, los humanos, le estamos haciendo el juego al anti-ser porque estamos muy corrompidos a nivel ontológico o teológico, que para mí es lo mismo. Doblamos las rodillas frente al Dios del Mal y así nos va: aumenta la intolerancia y la deshumanización”. Cómo se lo va a extrañar al maestro zen de toda una generación de escritores a los que animó a escribir en una militancia que intentó preservar hasta el final. “Si fuese un escritor británico, diría que de ninguna manera soy maldito, pero sí soy excéntrico. En el siglo XIX, en Inglaterra, los ingleses eran los reyes de los clubes exclusivos –decía Laiseca a PáginaI12–. Había un tipo riquísimo que iba todos los días a un club y los camareros ya sabían lo que le tenían que traer, sin necesidad de que él lo pidiera. Durante 28 años, hasta su muerte, el camarero le traía medio kilo de su helado favorito, el tipo se sacaba los zapatos y se metía un cuarto kilo en cada zapato, se calzaba y se iba caminando. Ese hombre no era loco, era un excéntrico, como yo”.
* El velatorio se realizará de 9 a 12 en la sala Augusto Cortázar de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502). Sus restos serán cremados en el cementerio de la Chacarita.